"Más allá del presidente Castillo, las alarmas han saltado también por el nombramiento del ministro del Interior, Luis Barranzuela, un personaje con múltiples cuestionamientos, entre los que se cuenta su conocida oposición a la erradicación de cultivos de coca" (Foto: Dante Piaggio / El Comercio)
"Más allá del presidente Castillo, las alarmas han saltado también por el nombramiento del ministro del Interior, Luis Barranzuela, un personaje con múltiples cuestionamientos, entre los que se cuenta su conocida oposición a la erradicación de cultivos de coca" (Foto: Dante Piaggio / El Comercio)
/ DANTE PIAGGIO
Editorial El Comercio

Algunos observadores aseguran que el Perú se ha convertido de un tiempo a esta parte en un narcoestado; es decir, en país en el que las principales decisiones de política se toman en función de los intereses de los traficantes de drogas –para el caso nacional, clorhidrato de cocaína–. La afirmación hoy puede ser exagerada, pero es innegable que el camino hacia la expansión sustancial de la influencia del narcotráfico está claro, y este conduce hacia un país inviable.

El número de hectáreas con cultivos de coca habría pasado de 54.000 entre el 2018 y el 2019 a algo más de 60.000 en el 2021, según el renunciante presidente de Devida Fidel Pintado. Más aún, de acuerdo con Rubén Vargas, exministro del Interior, para el 2022 se estiman unas 100.000 hectáreas, espacio suficiente para producir 180.000 toneladas de hoja de coca. El mercado tradicional de coca, vale señalar, requiere apenas el 7% de ese monto. El resto se destinaría a la producción de cocaína. Un informe publicado ayer por este Diario daba cuenta de que, solo en el Vraem, la producción potencial de cocaína ha pasado de 112 toneladas en el 2012 a 280 toneladas en el 2020.

El crecimiento sostenido de la industria tiene que ver, en parte, con la seria reducción de los esfuerzos de erradicación. La meta es 25.000 hectáreas por año, pero en el 2020, dadas las restricciones impuestas por la pandemia, se erradicaron apenas 6.400. No obstante, este año, cuando ya la mayoría de actividades ha regresado a la normalidad, se ha alcanzado apenas poco más de 2.000 hectáreas.

Pero más importante que las hectáreas erradicadas en sí es el mensaje que abdicar de este compromiso de Estado envía a los narcotraficantes: una nación que no parecería tener mayor problema con la expansión de cultivos en su territorio. Ello va a tono, por supuesto, con la irresponsable tolerancia que el actual gobierno está demostrando frente a la producción no fiscalizada de hoja de coca.

A inicios de mes, desde el Vraem el presidente Pedro Castillo habló de industrializar la hoja de coca y de la necesidad de hacer cambios en la Empresa Nacional de la Coca (Enaco) y en Devida. “Esta hoja bendita no es blanca, es una hoja verde porque nosotros chacchamos nuestra coca y eso para nosotros es una hoja sagrada”, dijo entonces el mandatario, dejando de lado deliberadamente que la abrumadora mayoría de esta “hoja bendita” va al crimen organizado.

Más allá del presidente Castillo, las alarmas han saltado también por el nombramiento del ministro del Interior, Luis Barranzuela, un personaje con múltiples cuestionamientos, entre los que se cuenta su conocida oposición a la erradicación de cultivos de coca. “Háganse sentir frente al presidente de la República: ¡no a la erradicación de la hoja de coca!”, arengó en una reunión con cocaleros pocos días antes de asumir el cargo en el Ejecutivo. Como se sabe, Pintado renunció a Devida luego de que Barranzuela afirmara que existen “actos de corrupción” en la institución. Esta posición contraria a la erradicación la comparte con Guillermo Bermejo, congresista de Perú Libre cercano a grupos de cocaleros radicales y promotor de un proyecto de ley para “industrializar y legalizar” la hoja de coca, y quien acompañó al presidente en su visita al Vraem.

De acuerdo con Vargas, el Perú puede retornar a “escenarios de la década de 1990″ respecto de la expansión del narcotráfico. La advertencia no podría ser más seria, y se han visto ya episodios similares en la región. Un narcoestado es un Estado fallido y humillado, con un orden de prioridades subvertido a partir de la captura del poder que pone al negocio de la droga –con toda su carga criminal y violenta– por delante de los intereses de la nación. Al ritmo actual, se acerca rápidamente el punto en el que los errores y omisiones del gobierno en esta materia solo podrán entenderse a la luz de intereses ilícitos en la “hoja bendita” desde lo más alto del poder.

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