Este Diario le ha prestado especial atención al avance de las economías ilegales en espacios parcialmente liberados del territorio nacional. La cobertura, por ejemplo, ha sido constante en zonas como el Vraem –donde el narcoterrorismo aún pisa fuerte– o la selva de Madre de Dios –con la trágica penetración de la minería de oro–.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, ha sido la violencia de la sierra de La Libertad la que ha acaparado buena parte de la atención. Ayer publicamos un informe que revelaba que las mineras legales de Pataz se han visto obligadas a invertir hasta siete veces más en agentes de seguridad dada la violencia en su zona de operación.
Las medidas de precaución no son para menos. Los ataques a las operaciones formales de la zona llevan ya algunos años, y durante el 2023 llegaron al clímax tras una explosión en el socavón de la compañía minera Poderosa. El resultado fue siete vigilantes y dos mineros fallecidos. Las autoridades sospechan que la organización criminal Tren de Aragua habría estado detrás del atentado que también dejó otras 14 personas heridas.
La magnitud del problema es proporcional a la rentabilidad que se obtiene de manera ilícita por la extracción y comercialización del mineral. La edición de ayer de este Diario también recoge la ruta que sigue este oro ilegal. Son más de 20 camiones diarios, en promedio, los que salen de las áreas de concesión de tres mineras formales de Pataz (Poderosa, Horizonte y Marsa) que no trabajan para estas compañías, pero cargan material en bruto de la zona. Entre el traslado y el procesamiento, el oro ilegal consigue formalizarse como consecuencia de una pobre supervisión de los gobiernos regionales, mineros artesanales con carta blanca registrados en el Reinfo y vacíos en el Código Penal.
El resultado es una sensación de abandono por parte del Estado. Las operaciones formales deben costearse su propia protección, pero esta siempre será insuficiente sin el brazo del orden público. Según fuentes de este Diario, al menos nueve bandas criminales operan en La Libertad. En dos de las tres minas señaladas, el recorrido desde la comisaría más cercana tarda cerca de una hora, por lo que las reacciones son necesariamente tardías. El gobierno de la presidenta Dina Boluarte no ha tenido capacidad de reacción suficiente, y desde el Congreso no son pocos los que más bien promueven la impunidad de la minería ilegal que contamina y asesina a su antojo. El Ministerio Público juega también un rol importante: el pasado 30 de enero, por ejemplo, luego de la detención de 40 presuntos mineros ilegales en socavones por parte de la policía, todos menos uno fueron puestos en libertad a los pocos días por disposición de la fiscalía de Pataz. Se arguyeron entonces problemas logísticos y falta de tiempo para concluir las diligencias de ley que hubiesen permitido ampliar las detenciones.
Paradójicamente, pues, son las operaciones formales las que funcionan al desamparo; las ilegales gozan de un tejido informal que las protege. Todos los ingredientes necesarios para un círculo vicioso de violencia sistemática están sobre la mesa: incapacidad gubernamental, envalentonamiento de bandas criminales, protección legislativa, inoperancia del sector justicia y un negocio ilícito cada vez más lucrativo con los actuales precios del oro. El precio hoy lo pagan directamente las minas y los negocios formales extorsionados de La Libertad, pero es en realidad el país entero el que entra en un riesgo grave cuando la impunidad reina sobre espacios cada vez más grandes del territorio nacional. Las advertencias ya no pueden ser más claras.