Los indicios de corrupción se apilan en contra del expresidente Martín Vizcarra. Ayer se conoció que, según el colaborador eficaz 08-2023, la ley de contrataciones fue modificada durante su gobierno para mantener “fuera de competencia” a constructoras locales frente a la participación de compañías chinas en obras públicas. Ya son al menos siete testimonios que implican al anterior mandatario en la recepción de coimas; las delaciones son de cuatro colaboradores eficaces y tres testigos del Equipo Especial de Fiscales contra la Corrupción del Poder (Eficcop). Es difícil concebir que tal cantidad de imputaciones de personas diversas, en casos diferentes, se deba a un esfuerzo coordinado con el único fin de perjudicarlo, como él alude.
Y, sin embargo, con todo ello, la evidencia de corrupción no es el único legado del exgobernador de Moquegua. Vizcarra, hábil político, fue una figura a la que se le evalúa mejor con la perspectiva del tiempo y la trascendencia de su gestión para el futuro del país. Su estela debe ser tasada en esa dimensión.
Es inescapable, en primer lugar, considerar la gravedad de los pésimos resultados de su administración ante un reto global común: la irrupción del COVID-19. En términos económicos (con indicadores como la variación del PBI del segundo trimestre del 2020) y de salud (principalmente, la mortalidad excesiva), el Perú fue el país que peor enfrentó el virus en el mundo. Nada podrá borrar las trágicas estadísticas que Vizcarra lideró cuando más se necesitaba de un gobierno competente y transparente.
De otro lado, las reformas políticas que impulsó fueron un reflejo de su agenda personal y populista, al costo de infligir daño permanente y profundo sobre la institucionalidad nacional. Por ejemplo, los resultados del referéndum del 2018, que él mismo planteó y sobre los que logró influir decisivamente, fueron funestos. La creación de la Junta Nacional de Justicia, entidad que hoy se halla en el centro de la tormenta política, no trajo la meritocracia y predictibilidad prometidas, sino todo lo contrario. La prohibición de la reelección inmediata de congresistas hizo aún más amateur el Parlamento. El Legislativo siempre tuvo una baja tasa de reelección, pero la reforma rompió la posibilidad de hacer carrera política como congresista, deterioró la calidad de la representación, debilitó a los partidos y desalineó los intereses de los legisladores con los del resto de la ciudadanía. Al mismo tiempo, el referéndum negó la posibilidad de abrir una segunda cámara dentro del Parlamento, iniciativa que quizá hubiera impedido varios errores en los años subsiguientes.
Vizcarra también normalizó el cierre del Congreso bajo una interpretación constitucional antojadiza. El mensaje que envió es que se puede abusar de las reglas democráticas sin consecuencias siempre que se tenga a la calle de su lado y a los enemigos políticos arrinconados. Ese eco resuena hasta hoy y genera permanente incertidumbre.
Muy al margen de sus potenciales delitos y prácticas corruptas durante su paso por el Gobierno Regional de Moquegua, el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, y Palacio de Gobierno, el legado de Vizcarra debe verse a la luz de los frutos que trajeron sus reformas y acciones años después. En esa métrica, Vizcarra el político no merece una segunda oportunidad. El daño que hizo a la institucionalidad para llenar su propia agenda es irreparable.