El domingo 6 de junio del 2021, la empresa Ipsos presentaba los resultados del ‘exit pool’ o boca de urna que produjeron un entendible festejo en la casa de Keiko Fujimori, candidata de Fuerza Popular. En cambio, en Chota, provincia de Cajamarca y cuna de Pedro Castillo, se habló de fraude. No pasaron algo más de unas horas y la misma empresa emitió su conteo rápido, que no se basa en entrevistas, sino en la información de las actas de las mesas de sufragio, y el resultado se había revertido. A las pocas horas, desde la tienda de Fuerza Popular se afirmó que el proceso electoral estaba viciado y se lo tildó de fraudulento.
A partir de ese momento, se dio inicio a un período especial de las elecciones peruanas. Los resultados tardaron más de lo habitual, debido a una serie de acciones legales, con una campaña intensa en medios de comunicación y poco concurridas pero frecuentes manifestaciones que se realizaron por meses, organizadas bajo la consigna de denunciar un supuesto fraude que favorecería a Pedro Castillo.
Las elecciones también evidenciaron las profundas divisiones políticas que posee nuestro país y el poco compromiso democrático de los líderes políticos. Los resultados electorales no fueron aceptados por la oposición más recalcitrante que, sin pruebas ni evidencias, denunció un irreal fraude electoral. Esto se sumó a las presiones y el acoso a las autoridades electorales de la ONPE y el JNE, evento que produjo también manifestaciones y una violencia inusitada para el contexto peruano.
Para la oposición, era imposible que Pedro Castillo pudiera ganar sin fraude. Perú Libre, un partido improvisado, carente de cuadros, organización, planes y norte, había planificado y ejecutado un operativo tan fino y eficiente que no había sido detectado por los radares, cuidados, candados, supervisores, fiscalizadores, etc., que tienen nuestros procesos electorales.
Nunca en toda la historia de la República se había desarrollado un operativo de desprestigio de un proceso electoral, de los organismos electorales y contra quienes cuestionaban esos argumentos, contando con la venia de los más importantes medios de comunicación, ofreciendo una enorme cobertura nunca antes vista. Sin embargo, con el tiempo, cada uno de los argumentos se fueron cayendo. En el Congreso, la comisión investigadora de las elecciones generales del 2021 entregó un informe en el que no pudo mostrar, y menos demostrar, que hubo fraude.
No obstante, el daño que se ocasionó es enorme. Una franja importante de la opinión pública ha sido persuadida de que hubo fraude y, por lo tanto, desconfía de los organismos electorales. Desconfianza, por lo demás, agresiva. Basta con ver en las redes sociales cómo las autoridades electorales son tratadas.
Esta actitud no es solo local. Donald Trump –como ahora Jair Bolsonaro en Brasil– hizo una campaña afirmando que si no ganaba era por fraude. Fue de tal envergadura que la irritación de su electorado llevó a los más irascibles a asaltar el Capitolio. Hoy, en nuestro país, cualquiera que no está de acuerdo con alguna decisión de la ONPE o el JNE sostiene que es fraude o que hay un intento para conseguirlo. Los perdedores no están dispuestos a aceptar que las elecciones en el Perú son de las más garantistas. Es preferible eso que reconocer que se equivocaron o que simplemente el electorado decidió de otra manera. La élite política no solo no representa bien, sino que carece de mínimas convicciones democráticas. Por ganar un poco, está dispuesta a derribar todo.