Desde el momento en que se discute el final adelantado del mandato de un gobierno, la posibilidad de que este hecho suceda es alta. Pero si, además, ocurre lo mismo con respecto al Congreso, el deterioro de las instituciones representativas debería de preocuparnos. A casi un año de mandato del presidente y de legislación parlamentaria, la crisis que se arrastra desde el 2016 ha adquirido contornos alarmantes. Nuestra opaca y desacreditada élite política nos ha sumido, en el último quinquenio, en una vorágine con pendiente de caída incesante y amnésica.
Nuestros representantes, más allá de la infame campaña sobre el fraude y las ofertas de Zamir Villaverde, nacieron de elecciones limpias, generándose una legitimidad de origen amparada en la ley. Allí su nacimiento. Esta situación de profunda y generalizada crisis es producto del desempeño del presidente y los congresistas. Es un tipo de crisis en la que, a pesar de la legitimidad del origen del mandato, se destruye la legitimidad en el ejercicio del poder. Esto no es novedad entre nosotros, pero ahora es extremadamente corrosivo.
En la última encuesta de El Comercio-Ipsos, al menos dos terceras partes de los encuestados sostienen que debe convocarse a elecciones generales. Así se han manifestado también distintos actores de la sociedad civil y varios políticos, desde Keiko Fujimori hasta Francisco Sagasti, a favor del adelanto de elecciones como una salida a la crisis. Ciertamente, el presidente Pedro Castillo y los congresistas se resisten a plantearlo, pues no se consideran parte del problema.
Se observan dos propuestas de adelanto de elecciones como salida a la crisis. Una encabezada por los jóvenes del colectivo La Propuesta y otra, de Consenso Ciudadano, dirigida por Francisco Sagasti. En el primer caso, se trata de una iniciativa ciudadana de reforma constitucional que puede llevarse a cabo presentando firmas de adhesión para que sea aprobada por el Congreso. La segunda espera que los congresistas tomen como suya la iniciativa, que debe estar acompañada de algunas reformas electorales y un compromiso de reforma política para el próximo Congreso. La diferencia es que La Propuesta, acertadamente, propone que los candidatos se elijan por primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO). En cambio, Consenso Ciudadano propone que sean los militantes quienes elijan en las internas. Pero no hay nada que nos permita pensar que solo con la participación de los militantes la deplorable participación en las internas vaya a mejorar.
En cualquier caso, las alternativas pasan por la aceptación de los congresistas. No hay cómo evitarlo. Para superar esta situación, tienen que conjugarse varias dinámicas. Para empezar, que la situación insostenible active una ciudadanía movilizada de diversas formas, de modo que permita una presión que obligue a los políticos a aceptar una salida a la crisis. Otra, que existan incentivos para que los parlamentarios puedan aceptar un recorte de su mandato. Así ocurrió en el 2000, con un Congreso en donde el fujimorismo tenía una mayoría absoluta. Aunque no guste, eso significó la posibilidad de la reelección y una suerte de indemnización. La diferencia es que ahora no todas las bancadas responden al partido que les permitió postular y, al interior de ellas, el grado de cohesión es bajo, como lo comprueba la gran cantidad de congresistas que han salido de sus grupos parlamentarios iniciales.
Sin embargo, un problema es para los que lo plantean. La disputa por lograr que sus propuestas sean aceptadas también crea resistencias. La resistencia a los políticos es tan grande que mientras menos visibles, mejor para ellos. Esto no es bueno para el bien común, pero todo parece indicar que, en el corto plazo, no cambiará. Las propuestas también deben generar legitimidad social, una tarea muy complicada frente a una ciudadanía agotada e incrédula.