A estas alturas de la historia del Perú y del Lava Jato, tengo una convicción: que el proyecto del Gasoducto Sur Peruano (GSP), el más caro del Perú, fue la cumbre del sistema de corrupción público-privada dirigido por Odebrecht.
Pero no se dejen engañar ni atarantar por el hecho de que, hasta hoy, no haya delitos probados de corrupción de funcionarios en el GSP; ni que Jorge Barata ni otros directivos hayan admitido haber roto manos de autoridades como lo hicieron en el caso de la IIRSA, de la Línea 1 o de la carretera de San José de Sisa, para citar solo tres casos.
Mi convicción y mi hipótesis es que, en junio del 2014 cuando se licitó el GSP, la corrupción no necesitaba quebrantar la ley porque Odebrecht era, a la vez, la trasgresión y la ley misma. Se había enquistado en el corazón del sistema financiando la campaña del presidente y presionando a todos sus contactos para tener la información, las bases y las fechas precisas para hacer las ofertas que le permitirían ganar la obra.
El GSP, con un costo total proyectado en alrededor de US$7 mil millones, no se le iba a escapar de ningún modo. Tenía al mayor competidor peruano como socio (Graña y Montero, además de la española Enagás) y conocía palmo a palmo todos los vericuetos burocráticos del Estado Peruano.
Pero había algo que no calcularon del todo: la formación de otro grupo, el Gasoducto Peruano del Sur (GPS), compuesto por cinco empresas que se jalaron al argentino Alejandro Segret, exgerente del fenecido proyecto de gasoducto del consorcio Kuntur. Y los de GPS siguieron avanzando ante la pica del dueño del mundo, hasta presentar su oferta.
Y pasó algo que tiene que ser expuesto por los fiscales de una buena vez, pues las víctimas empresariales lo tienen clarito (he conversado con más de una): Odebrecht habría encargado a abogados y lobbistas para que convenzan a un miembro del consorcio competidor, Suez, que se salga de este, para que sea descalificado. Cuando Barata y compañía admiten que no hubo sobornos, pero sí pagos ilícitos, se refieren a estos operadores de la intriga industrial, dicho elegantemente.
Pero no hay que chuparse el dedo. La hipótesis fiscal no puede quedarse en el callejón de la intriga de película. Odebrecht y sus socios estaban enseñoreados en el sistema y en este cundía un ambiente de ‘favorabilidad’ –para usar un término que gusta al fiscal Rafael Vela– hacia ellos. Pero, si algún funcionario chistaba o pedía postergar la fecha que les convenía, ¡zas!, venían las presiones y los pedidos de renuncia, que demostrarían que en la abortada obra cumbre del sistema no solo se cometieron delitos; el GSP era una obra de la corrupción misma.