Hay hombres destinados a ser repudiados. Hay hombres cuyo nombre será sinónimo de los conceptos más infames: Hitler es sinónimo de inhumanidad, Maduro del abuso y Trump de la estupidez. Las asociaciones pueden ser exageradas, pero siempre esconden un hecho vergonzante, un acto indigno que la sociedad no está dispuesta a perdonar. La historia está llena de ejemplos de quienes se fajaron por aquello que debían defender y, escondidos tras las patas de la miseria, están los otros: los que le rehuyeron a su responsabilidad.
Todos sabemos quién fue Francisco Bolognesi. A ningún niño o adulto hay que contarle que este coronel del ejército peruano, agazapado en el morro de Arica con un puñado de hombres mal armados y fatigados, enfrentó a un poderosísimo ejército chileno que le pedía desesperadamente que se rindiera para no tener que masacrarlo. Todos sabemos que Bolognesi dijo no, y se quedó en su puesto, apretando los dientes, rodeado de jóvenes que tomaron la decisión de que su nombre quedara grabado al lado de la dignidad.
Casi nadie conoce, sin embargo, a Manuel Segundo Leiva Velasco, mayor encargado de liderar el ejército en Arequipa, cuya función era apoyar a quienes peleaban en Tacna y Arica. Es cierto que Leiva encontró un puñado de hombres sin experiencia y sin armamento, pero es cierto también que, a diferencia de Bolognesi, Grau o Cáceres que peleaban con lo que tenían, Leiva prefirió marchar lentito rumbo al sur. Prefirió imponerle a su ejército un paso de tortuga mientras Bolognesi, apertrechado en un morro esperando la muerte, le mandaba desesperados telegramas pidiendo “Apúrese, Leiva”. Leiva nunca llegó. Se dio la vuelta en Moquegua y su nombre no está en ningún texto escolar. Solo se cita en los libros de historia para recordar su cobardía, su insignificancia, su traición.
Hoy el Perú libra una guerra no menos importante de las que ha enfrentado contra enemigos externos. Si en el siglo XIX los chilenos querían tomar por la fuerza el territorio nacional, en el siglo XXI hay personajes que han cambiado las armas de guerra por las de la corrupción y están dispuestos a repartirse el país como un botín. Y hay que decirlo, lo estaban consiguiendo, los peruanos nos habíamos resignado a perder batalla tras batalla, hasta que un grupo de impecables fiscales tomaron la decisión de enfrentar al enemigo siempre más grande y siempre más poderoso, y fueron tras él.
Y ahí están amparados por la bandera de la decencia, mientras un nuevo Leiva les quiere cerrar el paso. Mientras un timorato y cobarde fiscal de la Nación le hace el juego a los enemigos. Les entrega el país en bandeja. Se regodea al ver cómo los dueños de la corrupción celebran su vergonzosa y efímera victoria.
Y digo efímera, porque esta vez no serán los Leivas los que se sienten a mirar cómo se destruye nuestra patria. Porque esta vez será en la calle donde se decidirá la victoria.