En los dos últimos meses, inevitablemente, nuestra atención ha estado centrada en el combate al COVID-19. A inicios de marzo, veíamos a un Ejecutivo sin agenda clara, víctima de sus propios tropiezos (recuerden la crisis ministerial de mediados de febrero); del Congreso, recién elegido, preocupaba su inexperiencia, pero parecía perfilarse una mayoría “moderada” y extremos sin capacidad de construir mayorías.
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En las primeras semanas del estado de emergencia, el Ejecutivo proyectó liderazgo y audacia, que se expresó en muy altos niveles de aprobación a la gestión del presidente y de su Consejo de Ministros. Con el paso de las semanas, sin embargo, y ya instalado el Congreso, enfrentamos un nuevo escenario: el de los retos de la reanudación de actividades, lo que implica un manejo más fino, donde la implementación en el terreno es clave, en el que es la coordinación entre entidades y niveles de gobierno, así como con gremios y organizaciones sociales, escenario en el que se han hecho evidentes las limitaciones del gobierno. Además, debemos enfrentar con pesar que nuestros enormes esfuerzos como país no han resultado suficientes para compensar décadas de desinsfundamental titucionalización, informalidad, y falta de decisión para emprender reformas fundamentales; no hemos podido evitar que las tasas de contagios desborden nuestra capacidad de atención, que se expresan en un dramático número de fallecimientos.
En este marco, el Congreso parece haber encontrado un sentido de propósito: convertirse en un actor importante para “aliviar” los efectos de la epidemia, pero de una manera apresurada y voluntarista. Antes que presenciar un enfrentamiento entre moderados y radicales, vemos una mayoría que busca sintonizar con expectativas de la población, aunque sin el debate, la convocatoria a los actores involucrados, sin un examen más detenido de las consecuencias a mediano plazo de las decisiones que se toman; que busca hacerse un espacio frente a la actividad del Ejecutivo, lo que ha llevado a choques entre ambos poderes del Estado. En contextos “normales”, la existencia de una bancada oficialista mayoritaria o por lo menos importante ordena mínimamente el proceso legislativo; además, la presencia de líderes parlamentarios que a su vez son dirigentes partidarios ayuda a disciplinar el exceso de entusiasmo de los representantes y a establecer vínculos con actores sociales fuera del recinto parlamentario. Lamentablemente no contamos con ninguno de los dos, y si sumamos el contexto de la epidemia, y la proximidad de las elecciones del 2021 y 2022, entenderemos por qué hemos terminado teniendo el escenario caótico que tenemos.
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Otro elemento disruptor está en el hecho de que candidatos presidenciales potenciales como Forsyth, Del Solar o Mendoza no tienen representación; que Urresti o Acuña la tienen, pero la utilizan como plataforma electoral. Y que AP, la fuerza mayoritaria, tiene representación, pero no candidaturas definidas, por lo que carece de rumbo claro.
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