Un primer dato, para que no se inquieten: la página 11 sí existió. ¿Por qué se los puedo asegurar? Porque la versión de Carlos Loret de Mola, el jefe de nuestra Empresa Petrolera Fiscal (EPF), quien denunció que fue mutilada del acuerdo de precios entre la EPF y la International Petroleum Company (IPC), es consistente desde que dio la primera alarma el 10 de setiembre de 1968 en la TV, hasta que publicó su muy documentado libro “La página 11” (Lima, Ediciones Libre 1, 1968, 590 págs.).
Por supuesto, pueden decir, como algunos acciopopulistas comprensiblemente, que Loret de Mola estaba tan obsesionado contra la IPC que se prestó al juego de los militares golpistas y de Augusto Zimmermann, el intrigante asesor de Velasco. ¿Cuál sería ese juego? Insistir en que en la página desaparecida anotó a mano el precio neto (o mínimo garantizado) que la IPC pagaría a la EPF por barril de petróleo, una vez descontados los servicios que no estaban detallados en el precio bruto que sí figuraba en una cláusula del acuerdo. Es decir, al hacer humo ese aclare marginal, el gobierno del acciopopulista Fernando Belaunde habría buscado favorecer a una empresa cuya posesión de los yacimientos de La Brea y Pariñas era asunto de unánime rechazo nacional. Vaya literal combustible para un golpe militar nacionalista meses antes de unas elecciones (verano de 1969) para las que Haya de la Torre, cuco del militarismo, era el favorito.
Ese es el contexto político que explica la polémica entre belaundistas y velasquistas al interpretar la página faltante. Pero les confirmo que de veras desapareció. Lo aseguró Richard N. Goodwin, en su extenso artículo “Letter from Peru” (“The New Yorker”, 17 de mayo de 1969), que vino a Lima y habló con los actores principales, Loret de Mola y Fernando Espinosa, el gerente de la IPC, y concluyó que ambos hicieron anotaciones a mano en las páginas esfumadas de los dos originales. Pero hay otra razón poderosa por la que, 50 años después, les aseguro que esa página sí existió.
—La última maldita línea—
En la campaña del 2016 surgió una leyenda urbana: que PPK robó la página 11. Escribí una crónica al respecto: PPK no tuvo que ver con ese escándalo sino con uno conexo, cuando era funcionario del BCR en 1968 y autorizó que la IPC remesara utilidades al exterior. Fue perseguido por ello y huyó del país. Pero esa es otra historia, en la que quizá haya más abuso militar que inconducta de funcionario. Lo que importa ahora es que tras esa crónica me escribió Percy Schneider, uno de los tres hijos de Raquel Osoc Hleap, nada menos que la secretaria ejecutiva que tipeó la página.
Raquel murió muy joven, a los 48 años, en 1975. Fue un aneurisma, un desenlace inesperado cuando estaba en Buenos Aires celebrando los 50 años de su esposo Yony Schneider. Con él y sus tres hijos, Abraham, Samuel y Percy, soportó bien el estrés que siguió a la denuncia de Loret de Mola, y los meses de desempleo luego del 10 de octubre del 68, cuando el coronel Carlos Bobbio Centurión, un día después de la toma de Talara, entró a la sede de la IPC en el edificio Ferrand, que aún existe en Jr. Zepita 423. Percy recuerda que Raquel se vanagloriaba de lo que le dijo al coronel cuando este le pidió quedarse: “Yo no trabajo con un jefe que calce botas”.
Pero la clave para entender esta historia sin el tamiz pasional de la política ni de los intereses millonarios del petróleo está en un fastidio recurrente para Raquel: la última línea de la última y definitiva versión del contrato que acabó de mecanografiar en la madrugada del 13 de agosto terminó en el último renglón de la página 10. Por esa razón, la página 11 solo se usó para poner “Lima, 12 de agosto” y dejar espacio para las firmas. Raquel se mortificó más de una vez pensando que si hubiera pasado el último párrafo a la página 11 y trazado una línea diagonal en el espacio que quedaba en blanco de la 10, dejaba una última página menos vulnerable a desaparecer o ser alterada. Pero la angustia desaparecía cuando caía en la cuenta de que estuvo rodeada por la plana mayor de su empresa, Belaunde y su Gabinete y nadie le dijo que tomara esa precaución. Raquel estuvo “en un espacio reducido en Palacio de Gobierno, [...] cuatro días y sus respectivas noches, discretamente cubierta por una ruma de papeles, en idas y venidas de abogados, consejeros y ministros”, cuenta Percy en una carta que me ha enviado para que la tenga presente en esta crónica.
El libro de Loret de Mola también da cuenta de esos días febriles. Belaunde había prometido en su discurso ante el Congreso del 28 de julio del 68 que en 60 días tendría lista la solución definitiva al lío con la IPC. Además, había decidido que el martes 13 de agosto se firmaría el acta de Talara, oficializando la entrega de los yacimientos para que fueran operados por la EPF. La IPC ya se había allanado a ese reclamo nacional, pero seguiría operando y refinando en el Perú. Solo faltaba determinar el precio. Espinosa cortó y reanudó varias veces las conversaciones. Hasta que en la noche del 12 se fue de Palacio y tuvo que ser forzado a regresar por una llamada del embajador John Wesley Jones.
El apuro de Belaunde y entorno por tener un acuerdo antes de tomar el avión a Talara, y hacérselo firmar al renuente Loret de Mola, generó esa página endeble al que este hizo anotaciones que no tuvo el tino de guardar en copia fotostática y que ni el ministro de Fomento, Pablo Carraquiry, ni la IPC, que se llevaron los dos originales, se la dieron cuando se las pidió. Guardó silencio unas semanas hasta que su denuncia acicateó un golpe que no podemos asegurar si hubiera encontrado mejor coartada y ocasión que la del apuro y una página esfumada en la primavera de 1968. Más tarde, la IPC fue expulsada y todas las páginas perdieron valor.
Loret de Mola no fue velasquista y marcó distancias con el régimen. Raquel fue leal a su empresa y también al Perú, donde se quedó a vivir. Luego de un año de para, consiguió trabajo en la empresa Lobitos. “Su sangre no era roja, era negra por el petróleo”, bromea Percy y se deshace en nostalgias sobre la madre recta y empeñosa, tan tempranamente desaparecida.