De ninguna manera: eso fue lo que dije cuando ese amasijo canino llegó exactamente hace un año. Su color era hermoso, de tono camello. Pero su cara es una lástima. Su rostro parecía el resultado de haberse estrellado prematuramente contra una pared definitiva. Tal deformidad craneal era producto del capricho humano para lograr la raza del bulldog francés. El infortunio estaba coronado por orejas largas y puntiagudas propias de un murciélago, animal maldito en estos tiempos.
Lo de ninguna manera venía anclado en el recuerdo de cinco nombres: Bobby, Gunther, Lucas, Marsella, y Bartolo, mascotas que habían dejado un lacerante último recuerdo. Por todos los años de amor puro y lealtad indeclinable que nos dan los canes, lo que marca indeleblemente son sus años finales. La mayoría de perros no envejece bien.
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Los últimos años de Bobby suponían cargarlo para que pudiera orinar, una ceremonia dolorosa. Bartolo, de inmensos ojos color caramelo con el que empezaba sus travesuras, hacia el final de sus días rogaba descanso. A diferencia del brutal consejo de alguien piadoso que aspira a la presidencia, los animales tampoco se tiran de un edificio cuando la vida duele más que la muerte. Pero si te miran de otra manera.
Hacer dormir a un perro, eufemismo por ahorrarles dolor, es un último y contradictorio acto de amor hacia ellos que nadie jamás quiere repetir. Veo un cachorro y pienso en eso. Es una tristeza futura asegurada.
Este, que era hembra, se quedó. Mis hijos la adoptaron en calidad de hermana menor con una consideración que no guardaban entre ellos, relación gobernada mas bien por los usos del cabe y el codazo. Frida, ese fue su nombre, ha sido el primer amor de mis hijos. Primero en el sentido de ajeno a las humanas jerarquías familiares.
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Ella les ha dado una educación sentimental en tiempos miserables. Sin amigos ni abuelos, con muertes camufladas como viajes, y con la invasión de su entorno por hábitos de un trabajo pendiendo de un hilo. Se volvió la esperanza cuadrúpeda de un pasado mejor.
Pero aquella melcocha entre el animal y los niños, por trauma ya referido, prefería verla de lejos.
Hasta que me tocó quedarme a solas con ella por un tiempo largo. Coincidió con lo más agresivo, hasta ahora, de la pandemia. Sus hábitos más banales- el tempo de sus pilas y sus cacas, las formas matinales de desperezarse- iniciaron una refrescante desconexión del callejón sin salida que impone el virus. Explorar el parque con ella era adentrarse en la Vía Láctea de la esquina. Si había una ardilla que perseguir la vida seguía teniendo sentido.
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Su silenciosa compañía se convirtió en el contrapeso indicado para el caudal de necedades y verborrea encrispada que empezó a evacuar la campaña electoral. Apagar la televisión para acariciar ese lomo enano sin otra correspondencia que su estrábica mirada se volvió en el equivalente a la puesta de sol con los que otros se reconcilian con la vida. Maldita sea, entendí, volveré a enterrar a un perro.
Frida nació el día que se declaró la pandemia. Y al año de esta, tras millones de muertos que a estas alturas ya son todos propios, la fecha se celebró frente a una discutible torta de camote. Los niños la cargaban con felicidad inmunológica. Ella, con sus ojos descolocados, estaba al tanto de lo que parecía incertidumbre de mi parte: sigue creyendo que existe un cielo para las mascotas, parecía sugerir. Mi tensión, que trataba de ser discreta, en realidad era intentar ayudar a alguien a encontrar una cama Uci por Whatsapp. En medio de eso soplaron la única vela.
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