Cada carta que el ex presidente Castillo ha filtrado desde la Diroes ante la bobería de las autoridades ha sido como una granada de fragmentación lanzada a la multitud. Han sido casi veinte vidas perdidas y a él no le ha importado. Lo que le preocupaba era poder cubrir los veinte kilometros que habían entre su detención y la embajada de México sin que la justicia lo interceptara. Ahora tiene 18 meses a solas, y ojalá una conciencia, para escuchar fantasmas.
Quien prendió esta mecha es Castillo. Su incompetencia sumada a su talante corrupto ha generado una cadena violentista en la que pretende venderse como víctima. Y le hacen caso. Es grotesco como a pesar de la flagrancia y el rastro de evidencias que dejó el quiebre del estado de derecho persiste el cinismo de negar, relativizar o sublimar el acto ilegal en nombre de una reivindicación social que en su matriz es violencia subordinada a un fin político. Asaltar una hidroeléctrica o tomar un aeropuerto son operaciones tácticas, no un paseo al parque. En este caso, con el fin de librar a un golpista – e investigado por corrupción- de la cárcel.
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El asalto a la democracia se camufla en una chancaca ideológica que trafica con las injusticias y desigualdades del país, taras por las que el ex presidente Castillo no hizo nada. Salvo en lo referido a mejorar la situación de su propio entorno familiar y amical, en lo que si debe reconocerse éxito sin mezquindades.
Esta negación del golpe Castillista parte del insulto sicotrópico – no se acuerda que es lo que leyó, lo drogaron – hasta la ejecución de un plan desestabilizador que existía en latencia. Esta estrategia, que manipula el hartazgo y la pobreza exacerbadas por la corrupción de los políticos, utiliza como plataforma el maniqueísmo del pueblo versus la èlite. ¿Qué tienen de elitistas los pequeños negocios, puestos de trabajo, ambulancias apedreadas y libertad de movimiento afectados por el vandalismo? Turba organizada y pueblo no son sinónimos.
Nos hemos vuelto una Torre de Babel levantada sobre una bomba de tiempo. Oscilar entre el radicalismo y el fraudismo nos ha atontado hasta la frivolidad mas perniciosa. Se romantiza a lo Tianamen la imagen photoshopeada de una mujer enfrentándose a un helicóptero con una huaraca, bien pensar urbano que se paga con sangre ajena en algún lugar del pais. La discusión onanista se distrae en definir si el vandalismo estratégico es terrorismo o no, mirando el incendio de reojo. Mientras, del otro lado, una resignación macabra empieza a decir que este país solo se enedereza a balazos. Muera la inteligencia, viva la muerte, decía la barbarie en la guerra civil española. Gisela ha versionado este fatalismo terminal de una peruana manera: Papa Noel no existe.
Iniciales evidencias corroboradas con conexiones en palacio dan a entender que la organización criminal siempre contaría con un chalequeo al filo de lo subversivo. Ese es el plan que la izquierda rentista, que acompañó a Castillo mientras le convenía, señalaba como un delirio del fujimorismo, de la derecha racista y de los conquistadores españoles. Un espejismo de superioridad moral a quien el lumpen del lapicito se llevó en peso.
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Azuzados por la demagogia populista y por ese catalizador incontestable que es la incompetencia moral del congreso, una multitud hastiada de una casta viciosa de políticos corruptos se lanza a calle como carne de cañón para defender a un golpista como si el fuera la víctima, doblez en que Castillo tiene su verdadera maestría cum laude. La cukpa, sin duda, se le enrostrará a la policía, al ejército, a la monotonía.
Correrá mucha sangre en el país, advirtió el ex premier Aníbal Torres en junio de este año. Para infortunio de la patria hay que reconocer que está cumpliendo su palabra. Lo debe estar viendo cómodamente instalado en su poco honorable comparencia. Su senilidad lo salvó de prisión. La mismo debió haber evitado que fuera primer ministro.
La presidenta Boluarte, por su parte, perdió la mejor oportunidad de un gesto político cuando en su primer discurso confundió la presidencia con una pasarela al servicio del delirio de grandeza. La confianza popular en ella, como cristal hecho añicos por un pelotazo infantil en honor a Messi, puede ser irreparable.
En nada le ayuda esa luna de miel a solas en la que está embarcada. Dice que siente pena por el golpista que a ella le llama usurpadora, masoquismo que no se veía públicamente desde tiempos desde Ignacio y la Gata Loca. Ella no puede estar a ambos lados de la legalidad al mismo tiempo. Tras la oportunidad perdida y con una renuncia respirándole en la nuca ya no solo le servirá el adelanto de elecciones. Que de una vez pida tambien el adelanto de la subsiguiente vacancia, para estar cubiertos.
Es imperdonable la frivolidad letal con que Castillo está extrapolando su sindicalismo básico a una suerte de sicopatía en cautiverio. Ese señor no tiene sangre en las venas. Lo suyo es una condición congénita, una incapacidad moral permanente que debería calificar como confesión de parte.
Lo incomprensible es que hay quienes, sabiendo que la muerte ajena se está instrumentando como un medio de este fin innoble, aún lo defienden y justifican. Hemos llegado a una situación en que la amoralidad se ha vuelto sangrienta.
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