Game of Thrones (GoT) nunca buscó la gloria por las vías complejas de otros títulos: aferró su propio estandarte y siguió un camino irregular, pero tremendamente emocionante.
Lo suyo ha sido el espectáculo. Por eso no importó que el arsenal de recursos de entretenimiento alcanzara a veces a sus protagonistas, porque la urgencia de batallas, asesinatos y torturas no permitía dedicarles muchos mimos. Aun teniendo personajes memorables, su principal nervio afectivo ha sido Poniente.
¿Cuánto vale el Trono de Hierro? Todo y nada. Por ese reino aceptamos salpicarnos de sangre, pero también nos llovieron resoluciones apresuradas, causalidades convenientes y recursos efectistas, como los misiles antidragones.
Si GoT ha sido la trama a seguir por ocho temporadas, es porque supo despertar nuestro entusiasmo adolescente por las historias de aventura y encender el fuego valyrio que todos llevamos dentro. Ha sido como leer a Tolkien, a Dumas o a Salgari, pero con una pretensión adulta que remite a los Corleone, a la violencia de Kitano, al softporn de Bajos instintos y a ese ajedrez político que es la vida misma.