El señor se ha metido así al mar de Agua Dulce: zapatos, medias, pantalones, correa y camisa. Poco le importa que las algas se engasten en la hebilla de la correa o que rechinen las suelas de sus zapatos bajo el agua: él carga a su niño desnudo —su pelo salpicado de huecos y mechones como una fruta veraniega a medio masticar— y se mata de la risa con el agua hasta los bolsillos, esquiva olas y vocifera, sacude al pequeño entre sus brazos, lo eleva al cielo. Cerca de él nadie repara en su insólita presencia: ni la turgente señora que ha entrado en el agua con un brasier negro, ni la otra que impúdicamente sonríe con los pechos desnudos mientras muda pesadamente de camiseta; tampoco los niños que construyen una poza y un castillo en los que adhieren piernas de pollo y cáscaras de sandías, y menos los vendedores de cebiches —a un sol para más señas— que apenas caminan como garzas en la orilla con los pantalones recogidos sobre los talones. El solitario adolescente de lentes oscuros, sonriente y aun parado dentro del agua, la mejilla pegada al celular, tampoco. Nadie nota la estampa del bañista y su niño. Aquí no hay lugar para el asombro.
Tomando cuerpo
Muy de mañana, los puestos de carpas Pechereque, Hilda, Bambi, Los Panchos, Danny, Juanita, Aída, y El Men se abren y aparecen figurillas que clavan sombrillas y extienden perezosas en la arena. Las primeras familias, que empiezan a llegar a la playa en grupos nutridos y a contracorriente —vienen del norte y del sur hacia el centro de la ciudad—, se acomodan en ellas. Señores fogosos hacen abdominales, gente adulta arma piscinas para niños, niños configuran castillos de arena. A las 11 de la mañana el panorama es otro. Adolescentes orladas de alhajas de colores y las uñas pintadas de esmeralda, minifaldas ceñidas y zapatos de tacón, se adentran en la playa, piquetes de muchachos con pantalones a la cadera, rosarios y pechos calatos, también. Muchedumbres descienden por los puentes de Chorrillos y de Barranco portando innumerables enseres, los comercios de fritangas y comidas al paso se encaraman sobre los accesos a la playa. La caravana se espesa y poco a poco la arena se va perdiendo entre el hormigueo de la multitud. A las doce del día la playa está encima de un brasero...
El imperio del sol
El calor arrecia. Algún adolescente entra al agua con lentes oscuros, los niños se entierran, las chicas nadan envueltas en polos blancos, salen del mar y se pintan los labios, entran al mar, chicos y grandes se llevan mangos a la boca y los engullen con deleite, las porciones de sandías, las tunas que salen de cajas que traen familias de diez y hasta veinte personas, empiezan a granear. Los fotógrafos que han traído una estructura de plástico con la que simulan una isla tropical para el placer de los retratados trabajan frenéticamente, los muchachos del Centro Victoria peroran, los payasos vestidos de mujeres gesticulan entre las toallas, los recolectores de firmas para la candidatura de Castañeda Lossio acarrean rúbricas, señores ventrudos se arrojan al agua en calzoncillos oscuros. Recién a las dos de la tarde un motivo casi visual impone coherencia en el mullido paisaje: el arroz con pollo. Es un color monocorde apenas contrastado por el rojo de los tallarines, el marrón de los arroces chaufa. Algunas familias, desentendiéndose del hedor que proviene del muelle de pescadores y de ciertas deposiciones fisiológicas, se parapetan en las piedras grandes y pulidas que separan Agua Dulce de la playa Los Pescadores. Allí dan cuenta del almuerzo cuyos restos luego depositan en los resquicios de las piedras. En el malecón que se estira sobre sus cabezas se ve a los vendedores de plátanos, a los comerciantes que ofrecen habas sancochadas con mote, picarones, pancitas y tamales...
Lo que queda del día
La tarde cae sobre Pescadores. Las señoras expulgan a los niños, los ancianos observan detenidamente la caída del sol, los pequeños se vuelven a enterrar, vuelven a destruir sus castillos de arena. Los equipos de sonido suenan con más fuerza, salsas y merengues animan la conversa de grupos de muchachos que apuran el pisco, las cámaras de las llantas cuelgan brillantes sobre el agua, los niños se enredan con los yuyos, se hacen barbas y bigotes de algas, ríen y no se dejan atrapar por sus madres, éstas mudan de ropa ayudadas por familiares que las rodean con mantas o toallas, los jóvenes se contorsionan sobre la arena, entonan boleros: una pareja baila, otras se estrujan, el resto aplaude. La mayoría está subiendo la cuesta que los devuelve a Chorrillos. Los adolescentes lo hacen con la ropa mojada, chorreando sobre el suelo, descalzos y cansados. Algunas parejas se quedan trenzadas en la arena, sobre ellas caminan descalzas las shipibas vendiendo artesanías, ciertos perros deambulan empapados, los niños desnudos estornudan. Nadie se rezaga. Al final todo el reparto se retira en nutrida columna de pieles cansadas y húmedas por el sopor de febrero rumbo a sus casas. Muchas personas enterraron sus bolsas en la arena. Otras no. La felicidad los baña a todos por igual. El telón cae con la noche.