Jorge Barraza

Llenamos el álbum con mi hermano mayor, fue una emoción muy fuerte. No existían las todavía, las figuritas (cromos, monas) se llamaban “Ídolos del deporte” y la temática era el Mundial ‘62. Las tres más difíciles: Néstor Ross -aquel de River y Millonarios-, Tobar, un delantero chileno, y... . Pelé era la imposible de conseguir, nadie la había visto siquiera. ¡Pero lo logramos! La cambiamos a otro chico, que insólitamente la tenía repetida, por sesenta y cinco figus… Era como comprar a Mbappé ahora, te damos 300 millones y cuatro jugadores. La pegamos con esmero litúrgico y llevamos el álbum al distribuidor, que, tras comprobar si estaba debidamente completado, te daba una pelota a cambio. Era el premio. La pelota era preciosa, marrón clarito, de las de antes, un sueño, pero entregar ese álbum fue triste, ¡era tan hermoso verlo lleno, había costado tanto esfuerzo!

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La televisión recién empezaba, no transmitía los partidos sino hasta dos días después, y no todos, los de Argentina nomás. La radio era tan reina como Isabel II. Y las figuritas suponían el escaso marketing que decoraba el Mundial. Con ellas se entraba en clima de competencia. Era todo tan simple que cuesta imaginarlo, como entonces resultaría inimaginable que en Qatar habrá estadios refrigerados y un metro que atravesará el desierto por vía subterránea para ir de una ciudad a otra. O que se juegue en Qatar…

“Aquel de Chile fue un Mundial casero, muy sencillo, nada que ver con el despliegue tecnológico, de dinero y de gente que se hace hoy en cada Copa”, nos contó Emilio Lafferranderie, “El Veco”, periodista de tres banderas, estrella en los años dorados de “El Gráfico”. Fue su primera cita con esa dama subyugante llamada Copa del Mundo. “Los estadios eran modestos y, salvo el de Santiago, pequeños. Creo que ninguno fue hecho exclusivamente para la Copa. Tampoco tendrían luz porque todos los partidos se jugaron de día. El de Rancagua sería para unas 10.000 personas. Y sobraba espacio. Es que era otro el mundo, otro el fútbol. Ni comparar con los fabulosos escenarios de ahora”.

Pero nos deslumbraba. Creerémos hasta la tozudez que aquello era mejor que esto. Nada que ver, es sólo por la humana inclinación de adorar el pasado. Todo era más elemental. Lo cuenta Antonio Ubaldo Rattin, capitán durante años de la Selección Argentina: “Íbamos a debutar en el Mundial de Chile contra Bulgaria y no sabíamos ni de qué color era la camiseta de los búlgaros. A la Copa de las Naciones en Brasil, 1964, fuimos invitados a último momento. Desistió Italia y llamaron a Argentina. Minella era el técnico, citó a los jugadores de urgencia y nos juntamos por primera vez en el ómnibus que nos llevaba al aeropuerto. Y la primera práctica la hicimos en Río de Janeiro. Pese a eso, jugamos muy bien y fuimos campeones venciendo a Inglaterra, Portugal y Brasil”. Semejante improvisación invita a creer en proezas homéricas. Pasa que los otros también improvisaban. Se jugaba lento, con enormes espacios, se marcaba de lejos y los habilidosos se daban un festín. Sin embargo, visto en perspectiva, aquel fútbol parece hermoso y “muy superior al actual”. En absoluto, es sólo la sublimación del ayer. Como contemplar fotos antiguas, pocas cosas hay más atrapantes.

Amor A La Camiseta
Se conocieron en la universidad y se enamoraron siguiendo a la selección. Desde entonces, final de la Copa América 2019, no se separaron más. Ese amor que nació entre ellos fue cómplice de su cariño por las camisetas de fútbol y hoy, los jóvenes ingenieros Miguel Montalvo y Steffi Roth se han convertido en los coleccionistas más grandes de los uniformes de la querida Blanquirroja. Más de 2000 piezas que conservan como un tesoro. Esta es su maravillosa historia.

Un señor intrépido, subido a lo más alto del estadio, cambiaba manualmente las chapas del marcador. Nunca trabajó tanto como aquella vez de Hungría 10 - El Salvador 1, en España ‘82. Jamás había pensado usar la número 10, pero sucedió. Transpiró: once veces debió intervenir. Ahora los carteles electrónicos nos repiten el gol al instante y dan todas las informaciones, cambios, cantidad de público. Pero el sabor de aquellos tableros es incomparable.

La historia nos la contó Ricardo Vasconcellos Rosado, historiador riguroso y columnista de alto mérito del diario El Universo, de Guayaquil: “En el Sudamericano del ‘45 jugaron por Ecuador los mellizos Mendoza, panameños que llegaron muy jóvenes a Guayaquil. Los dos ficharon por Millonarios luego, en 1946 y 1947. Eran calcados. Aún ya viejos resultaba imposible distinguirlos. Yo trabajaba en el Seguro Social cuando ellos estaban jubilándose y me visitaban continuamente por su trámite. Jamás supe cuál era el que entraba en mi oficina. Lo gracioso, que lo oí contado por ellos mismos, fue que ante Argentina entró jugando Luis Antonio, un gran mediocampista que salió lesionado al terminar el primer tiempo. El técnico Orlandini hizo entrar en su lugar al mellizo José Luis sin gastar el cambio. Imposible para el árbitro, jueces de línea y rivales percatarse de la jugarreta”.

Después de meter a Mendoza por Mendoza, Orlandini hizo las tres sustituciones que permitía el reglamento. Y sonrió de su propia picardía. Por supuesto, hoy no se podría hacer. Y eso nos encanta de lo pretérito: la sencillez de las cosas. Compartimos varias charlas con Ángel Berni, puntero derecho del equipo de Paraguay campeón de la Copa América de 1953 que jugó en el Boca Juniors de Cali. Donó su casaca número 7 de aquel torneo al museo de la Conmebol. Le preguntamos si era la que había usado en la final frente a Brasil. “No, la de todo el torneo. Nos daban una sola a cada uno. Y la teníamos que lavar después de los partidos”. Muy simpático. Hoy, cada selección lleva treinta juegos de camisetas al Mundial.

Alcides Gigghia, autor del gol más relevante de la historia, refería en una entrevista cómo festejaron en 1950, al volver desde el Maracaná al hotel tras vencer a Brasil 2 a 1 y dar el batacazo más grande de la historia: “Como no encontrábamos al tesorero, hicimos una colecta entre todos para comprar unas cervezas y unos sándwiches. Nos fuimos a una pieza a celebrar”.

Las camisetas sin publicidades, limpias, la emoción que nos traía la radio y que no podíamos discutir por falta de imagen, los futbolistas que eran seres verificables y estaban al alcance de los hinchas, no los semidioses de hoy. Pero si miramos videos de hace sesenta o setenta años vemos un fútbol cándido, permisivo, muy lejos de la proezas técnicas y goleadoras del presente, aún cuando el grado de oposición es mucho mayor. Todas las actividades de la vida evolucionaron, el fútbol también.

El mismo Veco, pese a ser de aquel tiempo, reconocía: “Fue un lindo Mundial el del ‘62, con grandes estrellas. Bobby Charlton, Sekularac, Puskas, Garrincha... Entonces no había presiones de ninguna naturaleza, el que era bueno lo demostraba, jugaba tranquilo. También hay que ser sincero: antes se marcaba mucho menos. Por eso aquellos monstruos podían hacer esas cosas asombrosas”.

La sencillez y el romanticismo de antes no vuelven nunca más. Eso extrañamos, no el juego, el juego es infinitamente mejor ahora.

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