Desde hace algún tiempo estamos tratando de reconstruir nuestras vidas. Ahora visitamos a nuestros ‘viejos’ sin atormentarnos. Salimos a pasear con los hijos. Y hasta vamos por unas ‘chelas’ con los amigos. Esa reconstrucción difícilmente la concebimos sin el fútbol, ese deporte magnético que puede poner a todo un país frente a un televisor.
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En unas cuantas horas enfrentaremos a Paraguay, y las autoridades han permitido que el Estadio Nacional pueda ser poblado en toda su capacidad por primera vez desde que un bicho puso al mundo de cabeza.
Somos un país desunido que se une por una camiseta. La blanca y roja de la Selección Peruana. Solo por ella deponemos las armas y acordamos una tregua de noventa minutos. Solo por ella hacemos a un lado nuestros colores políticos. Solo por ella somos capaces de viajar hasta Rusia y tal vez muy pronto a Qatar.
Para quienes superamos los treinta años, lo vivido en la era Gareca es un exorcismo. Para los veinteañeros, una primavera. Y para los niños, la normalidad. La nueva normalidad. Esta generación tiene menos cuentas pendientes. Están creciendo como los niños de los años setenta: sin humillaciones y con la camiseta nacional en lo más alto.
El hincha peruano es aquel que utiliza una regla para comprobar si Rochet se metió en el arco. El que se aferra a su rosario. Aquel que recoge la basura luego de un banderazo. El que vendió su anillo de compromiso. Ese otro que pide por la selección en los avisos parroquiales. O incluso aquel que se calatea, cual demostración pública del alma.
La camiseta nos identifica y hasta nos hermana. Hace mucho que dejó de ser solo un pedazo de tela. Es uniforme, ropa para salir y hasta pijama. Con un lazo o sin él, puede ser el mejor de los regalos. Un símbolo patrio en espera de oficialización.
Esta noche ante Paraguay será la piel que cobije a crédulos e incrédulos. Incondicionales aunque lo nieguen. Todos bajo una misma pasión y una misma piel.
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