“Milonguero” debe ser el adjetivo más fuerte que ha recibido Ricardo Gareca en los siete años que lleva al mando de la selección. No le han dicho “fracasado”, “ladrón” o “perdedor”, tampoco lo han vestido de bailarina exótica para ilustrar la carátula de un tabloide o han distorsionado su rostro para darle viralidad a un meme. Es difícil recordar una pregunta que lo haya puesto en aprietos o provocado una rayita de sudor. Aún en los momentos más duros, ha recibido más elogios que recriminaciones. Sus críticos más fieros lo han tratado con la misma reciedumbre que un osito de peluche.
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No quiere decir que sea momento para golpearlo sin misericordia. Ser incómodo con el poder no implica hacer de la bajeza una forma de argumentación. El periodismo no debe recurrir al facilismo del adjetivo falaz que con tanta ligereza se usa entre los barra brava de las redes sociales. Frontalidad no es sinónimo de rigor. Quien siga creyendo que es mejor periodista porque utiliza calificativos grandilocuentes en el decibel más alto, sabe tanto de esta profesión como de física nuclear.
Pero se puede ser menos condescendiente. Más directo. Restarle azúcar al razonamiento le da músculo a la credibilidad y energía al oficio.
Gareca no es el primero que pide la reestructuración de nuestro fútbol. Ha sido un reclamo recurrente durante décadas que se maquilló con resultados episódicos -ya en 1977, “El Gráfico” llamaba “un Perú viejo y cansado” a la selección de Meléndez, Chumpi y Cubillas- hasta convertirse en un grito desesperado que nunca fue escuchado con suficiente seriedad en la Videna.
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La última gran oportunidad de cambiar se perdió en el 2018 con la clasificación a Rusia. Aquella vez había ánimo, consenso y dinero, e incluso se intentaron ciertas reformas que, aunque tímidas, brindaron esperanza. Pero el entonces presidente de la federación prefirió el disfrute del éxito repentino, dilapidó con rapidez lo conseguido y cuando intentó reaccionar fue devorado por sus asuntos judiciales.
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Todos sabemos que nuestra liga es una de las peores del continente, que el trabajo en menores es pobre, la justicia deportiva un chiste y la institucionalidad tiene la consistencia de un muñeco de papel crepé. El ascenso es una broma macabra y la Copa Perú un instrumento de clientelismo político que sirve para contentar los intereses de los presidentes de las departamentales, que se conducen como pequeños monarcas sin fecha de expiración. Los problemas los conocemos de memoria. Desde hace 40 años, el diagnóstico es el mismo. Lo único que ha cambiado es la salud del paciente, cada vez más deteriorada, y desde el último 13 de junio, sin uno de los balones de oxígeno que le ayudaban a sobrevivir.
Sin embargo, condicionar la presencia de Gareca al cambio es un error. Este debe hacerse al margen de que el elegido para conducir la selección sea el argentino. La elogiada burbuja que construyeran Juan Carlos Oblitas y Antonio García Pye para que pudiera trabajar con tranquilidad, lejos de las imperfecciones de nuestro sistema futbolístico -y de las inquinas que se maquinaban a unos pasos de su oficina-, cumplió su vida útil con creces. Aún si hubiésemos clasificado al Mundial, alargar su existencia habría sido pernicioso. La realidad, más temprano que tarde, iba a darnos un cachetazo, quizás más doloroso que los saltitos de Redmayne.
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Tenemos que aclarar nuestras prioridades. No es Gareca y el cambio, sino el cambio y quien se encargue de la selección nacional. Si es el argentino, mucho mejor, porque conoce el medio y ha demostrado que sabe trabajar desde la precariedad. Pero lo importante, lo vital para abandonar el territorio de la medianía y tratar de ponernos a la altura del primer mundo futbolístico, es la reestructuración. Sin ese paso, lo demás no sirve.