Paul Thorndike

Reflexionando sobre lo que nos ocurre hoy, donde el 57% de los peruanos expresa su deseo de emigrar, es difícil no encontrar similitudes con finales de los 80, cuando la violencia terrorista y la hiperinflación también impulsaron una diáspora. Y es en el inicio de la década de los noventa, que se origina el legado involuntario del gobierno de Fujimori, logrando que el peruano recupere la confianza en el país. No fue parte de un plan consciente ni valorado en ese momento, pero la estabilización económica y la reducción de la violencia hicieron que los peruanos comenzaran a creer que su futuro no estaba en otro lugar, sino aquí.

Esa nueva percepción trajo consigo una visión colectiva y orgánica de un Perú viable, donde se podía invertir, trabajar y vivir sin temor. Aunque resultó siendo una visión incompleta, el inicio de esa década ayudó a cambiar la percepción tanto de los peruanos como de los inversionistas extranjeros. La confianza y una visión compartida son factores clave en el crecimiento de una nación.

La historia de Corea del Sur ilustra bien este punto. Devastada tras la Guerra de Corea, el país experimentó un cambio de actitud en la década de 1960. La mezcla de optimismo y políticas gubernamentales adecuadas llevó a una rápida industrialización. Al igual que con Perú en los noventa, el crecimiento empezó cuando la gente comenzó a creer en un futuro mejor.

Aquí es donde el marketing y la creación de marcas nos enseñan una lección valiosa que puede aplicarse al crecimiento de las naciones. Tanto las marcas como los países necesitan confianza, una visión coherente y una narrativa que conecte emocionalmente con las personas. Y claro, vender un país a sus propios ciudadanos puede ser tan complicado como convencer a alguien que necesita ese accesorio de cocina que usará una vez al año. Pero, si los ciudadanos no creen en la visión, es casi imposible generar el impulso necesario para el desarrollo.

Al igual que en la creación de marcas, el éxito sostenido de un país no depende únicamente de logros inmediatos, sino de cómo se construye una identidad perdurable. Las marcas que perduran son aquellas que logran conectar emocionalmente con sus audiencias, generando una lealtad que trasciende los productos o servicios que ofrecen. De manera similar, un país necesita forjar una narrativa sólida que inspire a su gente, no solo con promesas de estabilidad económica, sino con una visión clara de futuro que les haga sentirse parte de algo más grande. En marketing, esto es lo que crea comunidades de seguidores fieles; en una nación, es lo que mantiene viva la esperanza y el compromiso de sus ciudadanos.

Hoy, parece que estamos reviviendo esa desazón de los ochenta, solo que con diferentes ingredientes. La confianza se ha desvanecido y no hay una visión compartida de país viable. Al inicio de los noventa, lo hicimos casi sin darnos cuenta, pero, ¿qué se necesitaría para hacerlo de manera intencional? Quizá sea hora de que diseñemos esa narrativa deliberada, que permita imaginar un Perú para creer y construir.