Joaquín es un joven de 20 años; se levanta todas las mañanas a las 5:00 a.m. y camina desde su casa en Chorrillos hacia la estación de Matellini para tomar el metropolitano. 35 estaciones después, llega hasta el distrito de Independencia y camina hacia una pequeña fábrica de productos plásticos donde labora como obrero. Por la tarde, toma la misma ruta de regreso y llega a su casa pasadas las 7:00 p.m. para ayudar a sus hermanos menores en las tareas escolares. Y luego, también a su madre en las labores domésticas. Al día siguiente repite la misma rutina. Y al otro día también.
Marita es una señora de 60 años. Vendedora ambulante desde hace unos meses. Llega todos los días a Gamarra y usualmente camina horas cargando un colgador con las prendas de vestir que vende. O bien, si tiene suerte, algunos días encuentra un espacio en una vereda donde mostrar sus productos. Cada día, carga también con la incertidumbre de saber si logrará una venta y también carga con la preocupación de no saber si en cualquier momento algún operativo de la Municipalidad podría decomisarle la mercadería que ofrece de manera informal. O lo que más teme quizá, es ser otra víctima de la violencia e inseguridad que reina en nuestra ciudad y perderlo todo. Otra vez.
La vida de Marita no siempre fue así. Tampoco la de Joaquín.
En nuestro país, cada año se registran al año más de 32.000 notificaciones de accidentes laborales. Cerca de 3.000 terminan en un daño permanente para las víctimas y más de 400 de estos accidentes son mortales. Se llevan una vida.
Adicionalmente, a nivel nacional se atienden al año más de 13.000 emergencias por incendios. Algunas menores y controladas a tiempo, pero muchas de gran magnitud que arrasan con hogares, empresas y pequeños negocios. Llevándose a veces todo. Lo mucho o poco de patrimonio que se pueda tener. Y también, los sueños y la ilusión de lo construido durante toda la vida.
Joaquín era, hasta hace dos años, un orgulloso e ilusionado joven universitario. Le iba bien. Pero un accidente en el trabajo cobró la vida de su padre. La empresa en la que trabajaba no tenía seguro.
Marita había ahorrado algo de dinero en los últimos años de trabajo y había logrado montar un pequeño taller de confecciones en un local que alquilaba en Gamarra. Retiró luego sus fondos de la AFP y los invirtió en su negocio. Su emprendimiento sobrevivió a la pandemia, pero no al voraz incendio que hace unos meses se lo llevó todo. Sus sueños se convirtieron en cenizas.
Las personas muchas veces pensamos en los momentos decisivos de nuestras vidas y estos suelen empezar con un sueño. Sin embargo, cuántas historias como estas hemos escuchado de personas que han perdido lo más valioso.
Hace pocos días tuve la oportunidad de asistir a nuestro evento anual de Reconocimiento a la Gestión de Riesgos, cuya finalidad es reconocer y premiar a las empresas con el mayor compromiso con la gestión de riesgos y los programas de prevención. Decenas de profesionales de las áreas de prevención, seguridad, salud ocupacional y otras actividades afines, fueron subiendo uno a uno al estrado para recibir ese meritorio aplauso por la labor realizada y por los logros obtenidos. Para cada uno de ellos, nuestras felicitaciones y, sobre todo, nuestro agradecimiento, por ayudarnos a construir juntos, un país más seguro.
Sólo bastaba ver esos rostros de alegría y satisfacción y escuchar con qué profesionalismo y pasión viven su compromiso. En ese contexto, no podía dejar de pensar que, priorizando más la prevención y apoyando a más profesionales como ellos, habría menos historias como las de Marita y Joaquín.