“La máquina de arcilla”, de Emilio Rodríguez Larraín, obra ubicada en el balneario de Huanchaco que ha empezado a ser recuperada por un grupo de artistas y voluntarios. [Foto: Johnny Aurazo / archivo El Comercio]
“La máquina de arcilla”, de Emilio Rodríguez Larraín, obra ubicada en el balneario de Huanchaco que ha empezado a ser recuperada por un grupo de artistas y voluntarios. [Foto: Johnny Aurazo / archivo El Comercio]


Por Alfredo Villar


En las últimas semanas, Trujillo ha vuelto a ser el epicentro del arte nacional. Por un lado, la Municipalidad Provincial organizó, desde mediados de noviembre, el Encuentro Nacional de Artes Visuales, cuyo Salón Nacional estará abierto al público hasta mediados de enero próximo. Este evento otorgó su Premio Nacional a Miguel Aguirre (y un segundo lugar al trujillano Jean Paul Zelada); y se destacó por llevar a discusión el futuro de “La máquina de arcilla”, importante obra de land art de Emilio Rodríguez Larraín que se encontraba en total abandono cerca de la playa de Huanchaco y que ha empezado a ser recuperada por un grupo de artistas y voluntarios. También se ha logrado el compromiso de la municipalidad y del Ministerio de Cultura para continuar con su rescate.

Asimismo, del 24 de noviembre al 20 de diciembre se realizó en la Casa de la Identidad Regional la exposición El desafío de la realidad, un homenaje a la mítica III Bienal de Arte de Trujillo de 1987, que reunió a 38 artistas de Lima y esa ciudad (y otras) con talleres y eventos paralelos que animaron nuevamente la capital liberteña como en la época de aquel legendario evento.

Y es que la exposición curada y promovida por Alfredo Alegría (hijo de la coordinadora general de la III Bienal, Laura Alegría), con el apoyo de entusiastas artistas trujillanos, precisamente trata de rescatar el espíritu de ese evento que marcó un antes y un después en el arte peruano. “La III Bienal de Trujillo no puede quedar borrada de la memoria”, comenta Gustavo Buntinx, quien en 1987 formó parte del comité artístico, con Reynaldo Ledgard, Alfonso Castrillón y Luis Eduardo Wuffarden.

Según el investigador y curador de arte, a diferencia de las dos primeras bienales —que tuvieron un corte más cercano a la presencia de galerías—, la III Bienal se caracterizó “por darle un giro teórico al proyecto”. Fue así que el nombre del coloquio, Modernidad y Provincia, se convirtió en el lema de un encuentro cultural que convocó a las mentes más lúcidas y renovadoras del pensamiento artístico latinoamericano: empezando por la presencia de Juan Acha, el legendario crítico de arte peruano radicado en México; Gerardo Mosquera, curador responsable e ideólogo de la Bienal de La Habana; el crítico paraguayo (y quien años después se convertiría en ministro de Cultura de su país) Ticio Escobar, y la siempre polémica y provocadora pensadora chilena Nelly Richard.

“Todos esos nombres definieron de alguna manera las discusiones de las artes visuales del continente, y la Bienal de Trujillo fue un espacio de plenos y fecundos intercambios. La provincia se volvió el vórtice de una red transperiférica de intercambios teóricos”, cuenta Buntinx, quien toma el término transperiferia de la propuesta artística de Eugenio Dittborn y que alude a la búsqueda de otra modernidad desde los márgenes de las metrópolis. Pero Dittborn no fue el único artista chileno invitado: también estuvieron presentes los pintores Gracia Barrios y Jaime Balmes, y el performer Roberto Leppe.

“Muruk’ocha, laguna manchada”, obra de Alfredo Márquez,  que muestra fotografías de mineros 
de Morococha, tomadas por el maestro huancaíno Sebastián Rodríguez ( 1896-1968 ).
“Muruk’ocha, laguna manchada”, obra de Alfredo Márquez, que muestra fotografías de mineros de Morococha, tomadas por el maestro huancaíno Sebastián Rodríguez ( 1896-1968 ).

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Pero, aparte de los invitados internacionales, la III Bienal de Trujillo marcó un hito con el retorno al Perú de dos artistas que habían vivido “exiliados”, alejados de la escena limeña, como Jorge Piqueras y Jorge Eduardo Eielson. Eielson, quien en aquella época era más conocido en el país por su obra poética, tuvo la oportunidad de mostrar por primera vez una obra que había sido invisible y minusvalorada durante muchos años en nuestro medio (aunque no en las distintas bienales internacionales que habían elevado al poeta al estado de artista de vanguardia y de culto). Otro que también retornó para la bienal fue el ya mencionado Emilio Rodríguez Larraín, quien hizo la obra más ambiciosa de todo el evento: “La máquina de arcilla” fue una construcción de adobe que pretendía emular las grandes construcciones de barro prehispánicas. Rodríguez Larraín inauguró su monumental pieza con un concierto de Manongo Mujica. Las creaciones de este encuentro interactuaban unas con otras e incluían todas las artes: no solo las plásticas, sino también las musicales y las literarias.

Guillermo Niño de Guzmán, junto a la directora de la bienal, María Ofelia Cerro, fue el responsable de integrar las artes literarias, escénicas y musicales. Y nos cuenta que la bienal “marcó un hito sin precedentes en la historia cultural del Perú. No solo fue un evento que trascendió el ámbito plástico al convertirse en una fiesta de todas las artes, sino que se erigió como el primer esfuerzo significativo por descentralizar la cultura y hacer de una ciudad como Trujillo una capital artística de resonancia internacional.”

Inolvidables fueron no solo los eventos musicales con Jean Pierre Magnet, Manongo Mujica y Julio Algendones, sino también las actividades escénicas y sobre todo los recitales que “hicieron posible que Eielson (acompañado por Javier Sologuren, Blanca Varela, Rodolfo Hinostroza, Antonio Cisneros y Abelardo Sánchez León) leyera su poesía en público por primera y última vez en el Perú”, recuerda Niño de Guzmán.

El escritor concluye: “Hoy, al cabo de 30 años, al mirar la situación en retrospectiva, también debemos resaltar un hecho singular. En 1987 el país vivía tiempos muy difíciles, una época aciaga en la que organizar un evento artístico de semejante envergadura parecía una empresa condenada al fracaso. Sin embargo, contra todo pronóstico, la Bienal de Trujillo se alzó como una increíble manifestación de resistencia frente al caos generado por la violencia terrorista y la crisis económica. Fue una experiencia única en la que un sector de la sociedad civil se valió del arte para contrarrestar la barbarie”.

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Claro que era una época difícil: comenzaba la estatización de la banca del primer gobierno de Alan García y la violencia crecía cada día en una espiral salvaje, que al año siguiente se atizaría aun más con la hiperinflación. “Si no hubiera sido por el desastre nacional, la Bienal de Trujillo hubiera llegado a tener un prestigio similar a la de La Habana”, especula Gustavo Buntinx, quien acaba de participar en los últimos eventos de El desafío de la realidad, donde, además, se encontró con su antiguo socio Reynaldo Ledgard; este último presentaba en exclusiva un video editado de una hora de duración con lo mejor de la histórica bienal del 87 (vale precisar que Ledgard grabó muchas horas de material que se perdieron irremediablemente en un incendio y que hace muy poco, en un golpe de fortuna, recuperó una vieja cinta de betamax donde al menos se había podido rescatar algo de la amplia memoria visual del evento*). 

El desafío de la realidad ha sido la iniciativa que ha permitido recordar, a 30 años de distancia, un esfuerzo que los artistas trujillanos no quieren que quede en el olvido. Por el contrario, quieren recuperar y restaurar, empezando por “La máquina de arcilla” (“una de las obras mayores del arte público en el Perú”, según Buntinx) que había sido vandalizada y casi derruida por la indiferencia de las anteriores autoridades. “Es un escándalo que, mientras más ricos somos como país, más embrutecidos nos volvemos culturalmente”, añade indignado.

Pero no todo es precariedad y, a pesar del poco presupuesto y las dificultades económicas, El desafío de la realidad se convirtió en un nuevo gran encuentro de artistas peruanos, entre los que podemos mencionar a los trujillanos Juan Carlos Fernández Rodríguez, José Carlos Orrillo, Cecilia Gamarra, Jean Paul Zelada, Miguel Matute, Susana Aguilar, y más. Todos ellos y ellas son artistas jóvenes que presentaron obras diversas, por ejemplo, los huacos posmodernos de Matute, las instalaciones de Orrillo y Fernández, el puntillismo de Aguilar o las pinturas del premiado Zelada.

Estamos hablando de una nueva generación de plásticos nacidos en los ochenta y que eran muy pequeños cuando las bienales sucedían en la ciudad, pero que han heredado el espíritu de riesgo y aventura que todo creador que se precie debe tener.

Y es así que esta exposición ha promovido el diálogo entre la nueva camada con artistas de Lima como Alfredo Márquez, Marcel Velaochaga, Luis Torres, Maya Watanabe, Cynthia Capriata (quien fue pareja de Emilio Rodríguez Larraín y presentó una fabulosa instalación de textiles a manera de constelación), Christians Luna y Fernando “Huanchaco” Gutiérrez, el trujillano que ha hecho toda su carrera en la capital. Podemos mencionar también otros nombres como los del huancaíno Antonio Paucar o el artista huitoto-bora Brus Rubio, pero lo más importante de El desafío de la realidad es haber no solo rescatado el espíritu de la mítica bienal, sino también el de habernos mostrado otro Trujillo, no aquel que nos agobia con noticias del crimen organizado, sino una ciudad creativa, amante del arte y la cultura, que puede enfrentar la violencia con imaginación, talento y generosidad.

Ese es ahora el mayor desafío frente a una realidad cruda y brutal que siempre puede, siempre debe cambiar.

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