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Tenían que hacer guardia cada noche. A cada una de las 15 monjas que habitan el convento de Santa Teresa le correspondía, dos veces al mes, pasar la noche en vela en lo alto del coro, recostada en un rústico camastro, atenta a cualquier ruido sospechoso en medio de un batiburrillo de mobiliario colonial. Semanas antes, ladrones armados de una sierra habían perforado una puerta lateral, pero huyeron al oír el silbato de la hermana que dio la alarma. Aún estaba fresco el recuerdo de la pérdida de dos candelabros de plata. Así de angustiantes eran las noches para las monjas Carmelitas.

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En setiembre de 2023, la entonces embajadora de los Estados Unidos, Lisa Kenna, acompañada por una delegación del Ministerio de Cultura y de la Universidad de Ingeniería y Tecnología (UTEC), visitaron el convento seguidos por la prensa. La ocasión era especial: el convento de Santa Teresa recibía US$255.000 del Fondo de la Embajadora para la Preservación de la Cultura, destinado a la catalogación y la adecuación de sus precarios depósitos que guardaban óleos del siglo XVII y XVIII, tejidos, esculturas y piezas de arte religioso popular. Entonces, el proyecto tenía como expectativas abarcar 700 objetos de arte colonial de la colección del convento designado monumento histórico nacional en 1972.

Tres siglos después de su fundación, el convento abre sus puertas al público y muestra su colección en las mejores condiciones museográficas.
Tres siglos después de su fundación, el convento abre sus puertas al público y muestra su colección en las mejores condiciones museográficas.

Han pasado dos años y el proyecto ha concluido. Los cálculos iniciales del equipo técnico habían quedado cortos: en total, se registraron 1500 piezas de valor museable, más del doble de lo esperado. Por comprensible celo, las hermanas de la orden no habían abierto todos sus depósitos a los especialistas. Asimismo, el valor de otros objetos era desconocido por las propiasreligiosas, más atentas a las pinturas y esculturas. Muchos objetos, para ellas domésticos, resultaron fundamentales para componer la historia del patrimonio artístico del convento, con magníficos ejemplos de textilería o utensilios para repostería. Como señala el arquitecto José Andrés de Leo Martínez, Investigador del Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio de la UTEC a cargo del proyecto, hay que ponerse en los zapatos de las monjas: entrar a esta orden religiosa es como heredar una casa de 300 años, con una colección de arte igualmente antigua. Y, por cierto, asumir la responsabilidad de su cuidado no es la labor principal para quien se dedica a la oración y la entrega espiritual. “Con esta perspectiva, es lógico que haya cierta desconfianza inicial, un cuidado de no mostrar todo a un recién llegado”, comenta el experto. Sin embargo, conforme avanzó el proyecto y mostraba los primeros resultados, las monjas fueron abriendo los espacios que ellas mantenían reservados o abriendo depósitos que guardaban cosas viejas, piezas que ellas no consideraban patrimonio.

La aparición de nuevos hallazgos obligó a los técnicos de la UTEC a reinventarse y estirar presupuestos asignados. Pensado originalmente en 700 piezas, el proyecto tuvo que replantear sus dos ejes principales: la catalogación y su resguardo. Había que duplicar los trabajos de registro y el diseño del espacio donde las obras debían resguardarse. La UTEC dispuso mayor personal y se redoblaron los esfuerzos para la investigación y el trabajo de campo. Asimismo, el fondo de la embajada facilitó la reasignación de recursos, entendiendo el problema que enfrenta el equipo. “Lo principal era resguardar el patrimonio, darle la dignidad que merece a los objetos”, explica De Leo. Se trataba de investigar la naturaleza y la historia de cada pieza para comprender su importancia dentro del convento, así como disponer las mejores condiciones para su preservación, un espacio seguro, con condiciones ambientales propicias, y presentadas al visitante de manera digna: con iluminación, curaduría, museografía correspondiente. “Creo que le hemos ofrecido a la ciudad de Huamanga un proyecto modelo para la dignificación del patrimonio cultural”, afirma el investigador.

Dos años después, puesto a salvo el patrimonio del convento, las monjas respiran más tranquilas. Su reclamo de atención, mayor seguridad, y visibilidad de su colección ha sido satisfecho. El convento cuenta con un sistema que incluye sensores y cámaras, además del refuerzo profesional de puertas y ventanas. Ya no es necesario que ellas hagan guardia en el coro. Donde estaba el camastro donde pasaban frío, hoy se encuentra una de las salas de exposición. Ya pueden dormir tranquilas. Las plegarias han sido atendidas.

Sorpresas que se pueden encontrar en la cocina de un convento

Una mañana, en pleno proceso de catalogación de las piezas del convento, los técnicos encontraron en el depósito de la cocina, en medio del cambalache de ollas y utensilios viejos, una caja de cartón sobre la que alguien había apuntado con gruesos trazos de plumón negro: “cosas de repostería”. Ciertamente, encontraron lo habitual: oxidados moldes para galletas, recipientes astillados, tazas y cucharas medidoras. Y, ajenos entre estos objetos, un grupo de cuchillos incas ceremoniales, realizados algunos en plata y otros en cobre.

Arquitecto José Andrés de Leo Martínez, Investigador del Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio de la UTEC a cargo del proyecto.
Arquitecto José Andrés de Leo Martínez, Investigador del Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio de la UTEC a cargo del proyecto.

Al preguntarle por los cuchillos a las hermanas, ellas respondieron, algo confundidas. “Con ellos partíamos el turrón”. Como advierte Andrés de Leo, resulta interesante cómo una obra puede conservarse por el uso, aunque no sea la función original para la que fue diseñada. “Esos cuchillos fueron usados por generaciones de religiosas para levantar el turrón de la charolas. Y por eso se conservaron. Si no se hubieran utilizado en repostería, quizás habrían ido a parar a la basura por desconocimiento”, comenta.

En efecto, para los responsables de la catalogación del patrimonio del convento de San Francisco de Borja de Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, cada pieza resulta sorprendente. Todas tienen una importancia significativa y cada una puede contar mil historias. Como señala De Leo, esos avatares de la historia acompañan a las obras y las hacen particulares. “No hablamos de un cuchillo ceremonial cualquiera, es una herramienta que levantó turrones y que pervivió en la historia gracias a su labor en la cocina. Eso lo hace especial. Mientras vayamos investigando más sobre estas piezas, se irán haciendo cada vez más particulares, generando identidad a la colección”, afirma.

Historia del convento

Si bien el convento lleva el nombre de San Francisco de Borja, no se trata de una institución jesuita. Como da cuenta la investigación del proyecto, la presencia del santo se asocia al recuerdo de Francisco de la Masa y Quijano, sacerdote de esta congregación, hijo de los españoles Juan de la Maza y Juana Quijano, ricos hacendados que fallecieron antes de ver puesta la primera piedra de la obra, a la mitad de los trámites burocráticos. Fueron sus hijos criollos los que heredaron esa misión. Justamente a este religioso se le atribuye haber conseguido los permisos para su construcción. Fue el padre Francisco quien puso la primera piedra y quien trajo a las primeras hermanas a habitar el convento, tres monjas españolas que salieron del convento carmelita en Lima y que llegaron a Huamanga en 1683. Lamentablemente, el sacerdote murió antes de que su construcción estuviera terminada.

Por cierto, durante buen tiempo, antes de su expulsión del país, el convento tuvo el apoyo de los jesuitas. En su biblioteca pueden encontrarse los volúmenes donados por ellos tras la apertura el convento. Muchos de ellos llevan todavía el sello de la biblioteca de la Compañía de Jesús.

En total, se registraron 1500 piezas de valor museable.
En total, se registraron 1500 piezas de valor museable.

Abierto 300 años después

Tres siglos después de su fundación, el convento abre sus puertas al público y muestra su colección en las mejores condiciones museográficas. La curaduría de su colección permanente, diseñada por el equipo de la UTEC, se titula “Un claustro abierto al mundo a través del arte”, destacando la presencia de arte internacional en la colección, lo que muestra los circuitos de circulación del arte en tiempos virreinales. “Cuando pensamos en un claustro de monjas, tendemos a pensar en mujeres ermitañas, encerradas sin mayor contacto con el exterior. En parte es así, pero su contacto con el mundo se realizaba a partir del arte”, explica De Leo.

La aparición de nuevos hallazgos obligó a los técnicos de la UTEC a reinventarse y estirar presupuestos asignados.
La aparición de nuevos hallazgos obligó a los técnicos de la UTEC a reinventarse y estirar presupuestos asignados.

Desarrollado por De Leo y Diana Castillo, también investigadora del Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio de la UTEC, el guion curatorial inicia con la historia del convento, para luego desplegar su colección de pinturas de talleres italianos, realizadas sobre cobre, alabastro o tela. Obras que posiblemente llegaron con las primeras hermanas, pues datan de fines del siglo XVII. Además de una colección de muebles europeos, hay una sección dedicada a los magníficos tejidos de época, procedentes de Filipinas, España, Italia o Francia. Una sección didáctica da cuenta del proceso de creación de una pintura o una escultura en tiempos coloniales, enfocándose en la materialidad de las obras. Asimismo, otras secciones de la muestra dan cuenta la práctica cotidiana de las religiosas, así como la celebración de la Semana Santa en Ayacucho, con las piezas dedicadas a reflejar la pasión de Cristo.

Los libros de la biblioteca también han sido parte del proyecto de catalogación. Se trata de una colección de libros históricos, algunos del siglo XVI, aunque la gran mayoría data del XVII y XVIII. Tratados de Teología, sobre la vida de los santos o volúmenes relacionados al legado de Santa Teresa, patrona de la congregación. “Cuando empezamos a registrar la biblioteca, nos damos cuenta del capital cultural que tenían estas comunidades: qué y cómo leían, pues también hemos encontrados las huellas del uso, como notas dentro de los libros”, explica el experto.

Un modelo para replicar

Terminado el trabajo de catalogación y resguardo, los expertos de la UTEC vienen desarrollando talleres en la ciudad de Huamanga con manuales instructivos publicados por el propio proyecto, para que los propios custodios, sacerdotes o ecónomos de las diferentes instituciones religiosas de esta ciudad puedan gestionar su patrimonio. Pautas básicas de cómo catalogar y almacenar las piezas, así como su mantenimiento ideal para su resguardo y permanencia.