El recordado historiador y su hijo, el sacerdote Manuel de la Puente Brunke, en la capilla de su casa hacienda de Orbea, en el distrito limeño de Pueblo Libre (Foto: Archivo familiar),
El recordado historiador y su hijo, el sacerdote Manuel de la Puente Brunke, en la capilla de su casa hacienda de Orbea, en el distrito limeño de Pueblo Libre (Foto: Archivo familiar),

Ser hijo de un historiador, en pleno bicentenario de nuestra independencia, tiene sus peculiaridades. Mi padre, José Agustín de la Puente Candamo, nació en 1922, casi en el centenario, y murió el año pasado, en vísperas del agitado aniversario que estamos viviendo. Por eso, se puede decir que fue testigo de este segundo siglo de nuestra república. Gracias a la gentileza de la Universidad Ricardo Palma, podemos recordar algunas de sus enseñanzas sobre la formación histórica del Perú en el libro que se acaba de publicar. Enseñanzas que —en sus casi setenta años como profesor en la Universidad Católica— siempre estuvieron marcadas por una visión positiva de nuestra historia sin ignorar tantas noches oscuras en ella.

Con mi perspectiva familiar, viendo al historiador desde su propia casa, me parece interesante dejar testimonio de la vida de mi padre en la dimensión cotidiana, que él tanto valoró en sus estudios sobre nuestra independencia. Ser hijo de un historiador, en este sentido, le da a uno cierta perspectiva para comprender la propia realidad.

Desde mis recuerdos de la infancia, evoco a mi padre con un libro entre manos, indicándome cómo manejar el pesado volumen del Diccionario de la Lengua. Cuando le conté que, en el colegio, estábamos estudiando la guerra con Chile, me dio de su archivo, para que llevara a la clase, un documento original de la época. La sorpresa del profesor fue mayúscula y también la nota que me puso en ese curso. Reconozco que fue competencia desleal con mis compañeros.

Nosotros somos una familia numerosa y siempre se respetó en la casa la variedad. Mi hermano mayor siguió a mi padre como historiador y profesor. Mi hermana es administradora y la gran mayoría de los demás somos abogados. Uno de los últimos, evocando al abuelo que dejó los estudios para trabajar la chacra de Orbea, se ha dedicado a la ganadería. Y yo, además de abogado, soy sacerdote. Todavía recuerdo la contenida emoción de mi padre cuando, por teléfono desde Roma, le comuniqué la noticia de mi próxima ordenación sacerdotal. Ya se lo esperaba, pero nunca se lo había dicho directamente.

Nuestra relación, llena de afecto más que de palabras, se nutría de los hechos en los que se concretaba una relación paterno-filial muy sólida. Siendo un hombre de fe profunda, nunca hizo alarde de religiosidad. Se palpaba su coherencia de vida, su preocupación por las necesidades de los demás. Lo recuerdo atendiendo a personas necesitadas de modo discreto y con gran generosidad. Eso caló entre nosotros.

Así lo recuerdo, junto a mi madre, quien nos dirigía a todos en medio de las idas y venidas de la numerosa familia. Seguramente hoy nos diría, esperanzado, que el Perú saldrá fortalecido de la situación actual.

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