Es interesante ver que, al llegar a la segunda década del siglo XXI, las nuevas generaciones reconocen lo chicha a partir de los coloridos afiches de letras fosforescentes sobre fondos negros —replicados en polos, murales, bolsos, etc.— de talentosos artistas como Elliot Tupac o el colectivo Nación Chicha, o por el ritmo de la cumbia digital de grupos como Dengue, Dengue, Dengue. Pero es interesante también preguntarse: ¿lo asumen como parte de una identidad o como algo exótico, folclórico o cool, tal vez?
En cualquier caso es bueno recordar que décadas atrás no era tan cool. Depende de cuánto retrocedamos en el tiempo.
► Chicha fashion, por Alexander Huerta Mercado
En los inicios de la década del setenta, encontramos que lo chicha se refiere a la música que mezcla el huaino, el rock psicodélico y la cumbia, en la que destaca el sonido de las guitarras eléctricas y sintetizadores. En el libro Música chicha, del investigador cusqueño Hubert Cárdenas, se explica que la música chicha nace en los espacios ocupados por migrantes y es el resultado de la interacción de elementos culturales del mundo occidental y del mundo andino. Ubica también una fecha de nacimiento: “En el año 1968 mientras el general Juan Velasco Alvarado y las Fuerzas Armadas asumían el gobierno del Perú, Enrique Delgado Montes, al frente del grupo musical Los Destellos, graba El avispón, disco fundacional de la música chicha”.
Podemos recoger algunos de los factores que ayudan a la popularización de este género: la difusión que alcanzan grupos como Los Shapis, Chacalón y la Nueva Crema o Vico y su Grupo Karicia en las radios populares; el desarrollo de una industria discográfica alternativa cuyos productos se venden de forma ambulatoria o en comercios informales; y la aparición de las fiestas chichas, que se desarrollaban en los llamados chichódromos.
María Eugenia Ulfe, directora de la maestría en Antropología Visual de la PUCP, dice de estas reuniones: “Eran fiestas en las que los grupos musicales reunían a cientos de personas. Si bien cobraban entrada, la ganancia en realidad estaba en la venta de cerveza. Se cantaba al sentimiento, a la cotidianidad, a una cultura que no era del todo aceptada en la capital, y se sazonaban los recuerdos con licor. Casi siempre aquello acababa entre peleas donde las botellas volaban por los aires y se rompía más de una cabeza”.
Estas fiestas eran publicitadas con llamativos carteles cuyas letras eran de colores fucsia, verde limón, naranja o amarillo sobre un fondo negro. En el documental Chicha poster art, el artista Pedro Rojas Meza, alias Monky, explica: “(Los carteles) nacen desde la profundidad de nuestros antepasados, desde los colores de la ropa, desde nuestras antigüedades [...] ¿Por qué? Porque a los cholos serranos les gusta ser llamativos, les gusta que la gente vea su estilo: el amarillo, el fucsia, el naranja, el verde eran los colores llamativos en su ropa. Y acá en el Perú somos mal vistos por eso; se piensa que esos colores son huachafos, de gente de baja categoría”.
Lo cierto es que el auge de las fiestas chicha, en los años ochenta, coincidió con una nueva ola de migrantes, que provenían, sobre todo, de la selva central y que llegaron a Lima huyendo de la violencia terrorista. Sin embargo, el Estado se vio desbordado y no supo atender las necesidades de esta población, así como tampoco supo hacerlo con las anteriores. Es entonces que se volvieron mucho más comunes fenómenos como el comercio ambulatorio.
Tanto las fiestas chicha como el aumento de la informalidad grafican, para Alexander Huerta–Mercado, la visión que se formó entonces de lo chicha: un comportamiento informal, con el que se invade y se evade la legalidad. “Esta irrupción migrante también constituyó un nuevo factor de miedo, que asociaba al extraño con la violencia o lo desconocido. El discurso colonial del racismo parecía cobrar una vigencia inusitada y las casas de las zonas residenciales y las clases medias comenzaron a cubrirse de muros”, señala. “Lo chicha —añade— fue un nombre puesto por los criollos a un otro amenazante que también pasó a significar el mal gusto y lo mal hecho. Antes, calificar algo de criollada era una forma de referirse a una trampa, y hacer una cosa a la criolla era hacer mal las cosas. Pues bien, se cambió esta expresión por el término bien chicha. El Perú oficial sacaba su repertorio racista frente a los migrantes y se actualizó la herencia colonial de calificar de huachafo cualquier intento del migrante andino de modernizarse”.
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Lo chicha sumó, en los noventa, una nueva connotación negativa. En la ponencia “Perú, cultura chicha y comunicación masiva”, el periodista e investigador Juan Gargurevich habla de la aparición de diarios “que presentan un conjunto abigarrado de primeras páginas muy coloridas que cuelgan de los quioscos de venta y que difieren de manera tosca de sus homólogos formales, tanto en el diseño como en la temática noticiosa. En la radio en la banda de AM, vociferando convocatorias a espectáculos populares u ofreciendo pócimas para el amor eterno. En la televisión con espectaculares talk shows de temáticas sorprendentes. Son en conjunto la expresión actual del sensacionalismo peruano”, afirma.
Lo que Gargurevich describe con formalidad académica tuvo un correlato crudo en la realidad: fue la época de diarios de costo mínimo, al alcance de todos los bolsillos, que hacían uso del lenguaje popular para publicar temas de dudosa veracidad y que recurrían en sus primeras planas a imágenes de mujeres desnudas, de personajes ridiculizados —sobre todo políticos contrarios al régimen fujimorista— o de crudos crímenes, en su mayoría, pasionales. Fue también la época en la que Laura Bozzo tuvo un talk show en el que una persona le lamía las axilas a otra por dinero. Y la época donde la noticia de una virgen que lloraba ocupaba más de una primera plana.
A todo ese desmadre comunicacional se le llamó prensa chicha. Al respecto, María Eugenia Ulfe recuerda: “Años después nos enteramos de que, si había diarios, programas televisivos y radiales que coincidían en la difusión de dicho material, era por orden de Vladimiro Montesinos y Alberto Fujimori, quienes desviaron dinero del Estado para financiar contenido en medios que apoyaran a su gobierno, atacaran a sus opositores y desviaran la atención de la población con noticias como la virgen que llora. Este régimen fue responsable de la propalación de la idea de una forma chicha de hacer periodismo y de una forma chicha de hacer política. Recordemos que también incluyó a famosas cantantes de tecnocumbia —herederas noventeras de la música chicha— para su campaña electoral. Tanto es así que tras la caída de Fujimori estas cantantes prácticamente desaparecieron del mapa”, dice.
En su libro Chichapolitik, la periodista y docente Jacqueline Fowks analiza detalladamente la cobertura mediática durante la campaña de la segunda reelección fujimorista del año 2000, en la cual, por diversas razones, la palabra chicha se repitió constantemente.
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Entonces, ¿cómo llegamos al siglo XXI con una nueva idea de lo chicha en nuestro país? Jaime Bailón, investigador y docente de la Universidad de Lima, sostiene que se debe, principalmente, al surgimiento de una nueva clase media —herederas en tercera o cuarta generación de los migrantes que vieron nacer la música chicha— que ocupa nuevos espacios en la ciudad y que supone nuevas interacciones sociales. Ellos ya no viven la época en la que, por ejemplo, los carteles chicha representan una cultura inferior. Esta es la época en la que los carteles chicha han sido revalorados como producto artístico.
Huerta–Mercado coincide en señalar que la cultura chicha ahora es vista como algo fundacional de la nueva clase media. Por ello, considera importante tomar en cuenta los hallazgos del antropólogo Alex Ruiz, quien, tras entrevistar a varios jóvenes seguidores de los nuevos grupos musicales que tienen como base la chicha, descubre que este público encuentra en estos ritmos una conexión con sus ancestros que llegaron durante las distintas olas migratorias.
Sobre ello vuelve Bailón cuando habla de los nuevos grupos sociales. “Antes se pensaba en universidades como la de Lima o la UPC como lugares a los que los migrantes o sus herederos no podían acceder. El tiempo ha demostrado que eso es falso. El acceso a espacios como estos ha reconfigurado las relaciones sociales, los intereses culturales y la forma en la que se asimila la cultura: los jóvenes encuentran en la música de Bareto, Dengue, Dengue, Dengue o DJ Shushupe un poco de sus raíces mezcladas con el contexto urbano en el que desarrollan su día a día”, puntualiza.
Es cierto lo que dice Huerta–Mercado cuando se refiere a que, a diferencia de la cultura popular mexicana o de la cultura popular urbana de la India, la cultura chicha de los ochenta no generó el orgullo de exportación que tuvieron las películas o los programas cómicos mexicanos, ni el cine popular de Bollywood. “Lo chicha era visto como algo de baja calidad por sus propios consumidores que se autoburlaban de su precariedad. Recién ahora se está reconociendo su poder emprendedor y la capacidad creativa de salir adelante. Poco a poco se está dibujando un acuerdo social en que la nueva clase media está encontrando el valor estético de los colores primarios”, detalla.
La cultura chicha ya no es vista como peligrosa o amenazante, y es cierto que asumir algunas de sus manifestaciones sin contextualizarlas —usar un polo con iconografía chicha solo porque se ve bonito— otorga el prestigio de la ‘sensibilidad social’, pero que esto no nos haga perder el foco: también es necesario repensar nuestra identidad al ritmo de Los Shapis.