Había sido minero en Quiruvilca, ayudante de cajero en la hacienda azucarera Roma y preceptor en Huamachuco. Luego huyó de Trujillo a Lima. Y ahora era prófugo del Perú en París. Alto, mestizo, sombrío y silencioso, César Vallejo (1892 – 1938) tenía 31 años y deambulaba sin rumbo fijo en Ville Lumière, a donde llegó el 23 de julio de 1923. Hasta que encontró un primer refugio en el atelier del escultor costarricence Max Jiménez, 15 de la rue Vercingitorix. Allí le sobrevino una primera hemorragia intestinal. Y cuando finalmente obtuvo algunas monedas gracias a sus colaboraciones en Mundial, Amauta, Variedades y El Comercio (1929-30), lió bártulos hasta un triste hotelito en la rue Richelieu, a pocos pasos del Louvre.
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Ya había publicado “Los Heraldos negros” (1919) y “Trilce” (1922), hermética y vanguardista. En casa de Huidobro trabó amistad con el poeta español Juan Larrea. Erró por el Hotel Du Maine. Comía en fondas de comida rusa. Bebía con Juan Gris en la Coupole de Montparnasse. En la modesta Regénce. Así conoció a Henriette, su primer amor parisino. Luego a Georgette Philippart, joven que acaba de perder a su madre y disponía de algún dinerillo. Viajan a Bretaña, Berlín, Leningrado, Moscú, Varsovia, Praga, Budapest, Roma y Niza. El año 29 empieza a convivir con ella y vuelven a la URSS. Por sus quehaceres revolucionarios lo expulsan de Francia y recala en Madrid. El año 31 va por tercera vez a la URSS. Decepcionado, vuelve a Madrid y al año siguiente regresa clandestinamente a París.
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A fines del 33, Georgette vende su departamentito frente al Richelieu, se van a otro hotel en la rue Garibaldi y se casan. En 1937 peregrinan hacia otro hotel en L' avenue du Maine, cerca de Montparnasse, en cuyo cementerio Vallejo quería ‘dormir’. Ya con conciencia agónica, va a Barcelona y Madrid, escribe “La piedra cansada” y se sumerge en “España aparta de mí este cáliz”. En París recompone algunos poemas, pero el sol se apaga: el 13 de marzo de 1938 dice ‘quiero descansar’. Trasladado a la clínica Arago, el 29 llama a Georgette para dictarle: ‘Cualquiera sea la causa que tenga que defender ante Dios, más allá de la muerte, tengo un defensor: Dios’. La fiebre lo consume y no expira un jueves: es la mañana del 15, viernes santo en París y con garúa.
Emocionado, emocionado
Bajo ese arco temporal gatilla un conjunto de poemas escritos entre 1931 y 1937 que póstumamente Georgette Vallejo y Raúl Porras Barrenechea publicarán en 1939, el colofón es de Luis Alberto Sánchez y Jean Cassou. Según la viuda, Vallejo denominó al conjunto “Poemas humanos” en una libreta de notas. E impone ese nombre en la edición peruana de Moncloa (1968), aunque después dirá que mejor los hubiese llamado “Versos nuevos”. Otros autores creen que debió llamarse “Instituto Central del Trabajo”, “Libro de poemas proletarios (a hacer)”, “Nómina de huesos” y hasta “Sermón de la barbarie”. Sea como fuere, uno de esos 76 poemas es “Considerando en frío” que el Presidente Sagasti declamó emocionado en su toma de mando.
“Es ideal para superar rencillas y disipar rencores”, dijo el mandatario. Y en efecto, es un poema conciliatorio. Trabajado a la manera de un documento con resonancias judiciales —nótese la proliferación de considerandos—, la sutil disposición de premisas seguidas por una conclusión también la emparentan con el silogismo. Sobre esos cimientos nuestro poeta universal delinea la figura de un ser humano anónimo, rutinario y ciertamente perecedero. Desnuda sus profundidades, su vacío y su tristeza. Descifra cada signo corporal con tanta carga simbólica —mitos, metáforas y otras señales— que el resultado no puede ser sino ser una explosión en cadena.
Esto es, hermandad, solidaridad, compasión. Y otro reguero de nobles sentimientos en el remate “¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...” hasta donde el flamante primer mandatario jamás pudo llegar porque ya se había quebrado. Efecto típico que producen los versos de ese hombre que tomó un vapor a París decidido a ‘comer piedrecitas’. Que caminaba arrastrando bajo el ojal sus más desgarradores procesos interiores. Que es lóbrego mamífero y se peina. Y que yace bajo un bloque de granito negro en el cementerio de Montparnasse haciendo arista con el mausoleo de Baudelaire, las tumbas de Sartre, Beauvoir y Cioran, escalofriante cuadrilátero que se eleva sobre las más altas cimas de la desesperación de este mundo.
Considerando en frío, imparcialmente,
que el hombre es triste, tose y, sin embargo,
se complace en su pecho colorado:
que lo único que hace es componerse
de días:
que es lóbrego mamífero y se peina...
Considerando
que el hombre procede suavemente del trabajo
y repercute jefe, suena subordinado;
que el diagrama del tiempo
es constante diorama en sus medallas
y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,
desde lejanos tiempos,
su fórmula famélica de masa...
Comprendiendo sin esfuerzo
que el hombre se queda, a veces, pensando,
como queriendo llorar,
y, sujeto a tenderse como objeto,
se hace buen carpintero, suda, mata
y luego canta, almuerza, se abotona...
Examinando, en fin,
sus encontradas piezas, su retrete
su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo...
Considerando también
que el hombre es en verdad un animal
y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la
cabeza...
Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito...
le hago una seña,
viene,
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...
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