Se trata de uno de los primeros autores peruanos que pasan por nuestras manos y eso ya lo hace entrañable. La poeta Giovanna Pollarolo recuerda su curso de Literatura Peruana en cuarto de secundaria, cuando se topó por primera vez con ese verso: “Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola”. Ella cuenta: “Yo ya era entonces una adolescente nostálgica y melancólica, y mientras escuchaba o leía “Tristitia” y “El hermano ausente en la cena de Pascua”, los dos poemas de Abraham Valdelomar que se leían en clase, me identificaba con esa casa como si fuera la mía; y mía esa mesa familiar. Y ese silencio del padre, esa tristeza de la madre, ese sonido del mar. Aunque no tenía que lamentar a ningún hermano ausente; aunque mi padre no era callado ni mi madre triste, el universo familiar que había construido Valdelomar con esos versos me pertenecía. Me hablaba del miedo, de la soledad, de penas y orfandades y abandonos que vendrían”, comenta.
Ese fue el primer, inolvidable, acercamiento de la poeta y directora de la Maestría de escritura creativa de la PUCP a la obra de Valdelomar. Años después, empezó a conocerla mejor: “No solo escribió poemas que aun hoy sigo leyendo y descubriendo. Su obra narrativa es de una originalidad y diversidad que asombra y contradice las afirmaciones de algunos críticos sobre la ausencia de narradores en las primeras décadas del XX. Y están también sus ensayos, su trabajo periodístico, su vida intensa, la manera irreverente como construyó a su personaje, el Conde de Lemos. Tanta obra, tanta vida, y apenas vivió 31 años. Y qué poco, más allá de los poemas antologados en los textos escolares, se le ha recordado en estos cien años transcurridos desde su muerte”, lamenta.
Coincidiendo con su colega, Carlos López Degregori destaca la fertilidad creativa de un escritor que, en apenas treinta y un años, entregó cientos de páginas con relatos, crónicas, poemas, cartas y obras dramáticas, además de construir su propio personaje: refinado, excéntrico y escindido entre dos estéticas y dos tiempos. “Su poesía muestra este conflicto”, afirma el docente de la Universidad de Lima. “Están los hilos que lo atan a un modernismo que ya declinaba y la búsqueda de un universo propio que lo halló en la infancia, Pisco y la omnipresencia del mar. Eso es lo que aparece en sus mejores poemas como “Tristitia” o “El hermano ausente en la cena pascual”.
Sin embargo, para López Degregori, curiosamente la verdadera poesía de Valdelomar podemos encontrarla en algunos fragmentos de su prosa. “Pienso, por ejemplo, en la plasticidad de los párrafos iniciales de “Los ojos de Judas” -su cuento más logrado- cuyo ritmo, atmósfera imprecisa y poder evocativo casi se confunden con el movimiento del mar”, explica.
Moderno y posmoderno
“Todo en la vida de Abraham Valdelomar ha sido una posibilidad y una realidad a la vez y al mismo tiempo”, señala Abelardo Sanchez León. Apuntando a esa compleja dualidad advertida por sus colegas, el poeta y docente de la Universidad Católica suma una más: “Valdelomar desea ser moderno, y lo es, pero cuando nos referimos a su poesía resaltan los poemas que han pervivido gracias a su aroma tradicional, de provinciana, aldeana, porque Pisco fue y será en él un recuerdo intacto”.
Sanchez León coincide que lo que más pervive de su obra, aparte del libro de cuentos “El Caballero Carmelo”, son sus dos poemas: “Tristitia” y “El hermano ausente”. “Tristitia tiene resonancias de Trilce solo en su nombre: aspira a ser extraño, moderno, extranjerizante. Tristitia tiene la magia de lo íntimo, su música, su nostalgia y su dulzura. Los jóvenes la sienten cercana. Los adultos la miran con cierto desdén. Y los viejos la tienen en gran estiman porque no pasa gato por liebre y vivirá más que ellos. Tristitia se parece al madrigal de Gutierre de Cetina. Y a la calle Valdelomar en Pueblo Libre”, ironiza.
Composiciones poéticas que todavía exhiben vigencia e intensidad, señala el escritor y crítico literario José Carlos Yrigoyen, para quien se trata, sobre todo, de textos de su etapa posmodernista, que reflejan su sensibilidad por las cosas rústicas que le detectó el crítico José Carlos Mariátegui. “Ese deslumbramiento por lo esencial y lo sencillo contribuye a que muchos de sus versos conserven el cálido despojamiento con el que fueron escritos, como es el caso de su “Ofertorio”, “Confiteor” o su ubicuo “Tristitia”, uno de los poemas más conmovedores que se cuentan dentro de nuestra tradición. Como Wilde, Valdelomar fue un poeta fascinado por lo decadente y por lo pagano, pero a la vez tendiente a una ternura que expresó sin necesidad de oropeles ni subterfugios”, añade.