(Fotos: Archivo/ Internet)
Besos icónicos por el Día de San Valentín
Enrique Planas

Por lo menos 34 músculos de tu rostro se activan alrededor de tu boca antes de coincidir con otra. La producción de dopamina, de serotonina y de endorfinas se dispara para disminuir toda tristeza y dolor. Las pulsaciones cardíacas suben. La adrenalina se libera y dos pares de labios se encuentran.

No puedo evitar citar a Cortázar en el capítulo 7 de su “” para describir el beso: “Las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio”. Fragmento quizá manido, pero no por ello menos exacto. Y si bien muchos escritores como el genial argentino han ayudado a verbalizar este silencioso acto romántico en sus ficciones, es difícil determinar cómo los besos han aparecido en la historia humana.

¿Forma instintiva de la madre para manifestar afecto hacia su cría? ¿Impulso de succión proveniente de nuestra memoria como lactantes? ¿O sublimación canibalística? Lo cierto es que el primer registro de besos proviene de la India, con los frisos esculpidos en los muros de los templos de Khajuraho, alrededor del 2.500 a.C.

El primer tratado dedicado al tema, el popular y sagrado “Kamasutra”, plantea la divinidad natural del sexo en el año III d.C. Al referirse a la práctica sexual del beso, mencionaba el ósculo nominal, aquel en que los labios apenas se tocan; el palpitante, cuando se mueve únicamente el labio inferior; y, finalmente, el beso de tocamiento, empleándose labios y lengua en delicioso frenesí.

Los primeros ejemplos en Occidente aparecen en las líneas homéricas de la “Odisea” y los escritos de Ovidio. Más besos encontramos en el folclor y la mitología griega, en relatos tan deliciosos como la historia del escultor Pigmalión de Chipre, quien enamorado de Galatea, la estatua tallada en marfil con sus manos, le anima con un apasionado beso de vida.

El beso tiene una historia y es deber de los amantes generosos conocerla: la palabra proviene del latín basium, por lo que ya desde sus orígenes está dotada de notable tersura fonética. En la Italia medieval, si un hombre besaba a una doncella en público, el matrimonio era una obligación, mientras que en las cortes francesas del siglo XVII, la promiscuidad era la regla. Un siglo más tarde, en la Revolución Industrial se generaliza la idea del beso como símbolo de cortesía y amor romántico, retomando su lugar como un elemento de estimulación sexual. Por ello se le confinó al espacio doméstico e íntimo, siendo su práctica pública una ofensa a la moral y la etiqueta. Con el romanticismo, corriente artística que prospera en el siglo XIX, la expresión de los sentimientos explota nuevamente el beso como símbolo, recuperándolo del mundo privado y convirtiéndolo en motivo estético.

Menos romántico será en el siglo XX, cuando el beso alcance su mayor dimensión lasciva, exacerbando el deseo y la actividad sexual. Para Sigmund Freud, el beso constituye la quintaesencia del placer oral; y un notable ejemplo de estos cambios de paradigmas resulta la fotografía de Alfred Eisenstaedt para la revista “Life” (sobre estas líneas), donde un marinero besa a una joven enfermera durante la celebración del Día de la Victoria sobre Japón en el Times Square de Nueva York, en 1945.

Superado el conservadurismo de los años 50, la revolución sexual propia de la década siguiente establecerá los besos como una práctica natural y pública, perdiendo incluso parte de su carga erótica. Pero allí están: apasionados, furtivos, húmedos, eléctricos o deslizantes, tantos tipos de besos como nuestra libertad e imaginación sugiera.

Lástima que en sociedades como la nuestra, aún intolerantes con comunidades como la LGTB, el beso fuera del ámbito privado resulta aún un escándalo. Pero los tiempos cambian, incluso precipitándose.

Que este 14 de febrero, , renueve la esperanza de que, bajo su influjo, los corazones enamorados afronten felices el desafío que propone cada beso.

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