La cinematográfica explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut que asoló el martes la capital del Líbano viene dejando al menos 113 muertos, 4 mil heridos y decenas de desaparecidos. Pero más allá del dolor, esta tragedia ha dejado en evidencia el caos político, económico y social en el que se encuentra inmerso el país desde hace un par de años.
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Independizado de Francia en 1943, este joven país del occidente asiático limita con Israel, Siria y el mar Mediterráneo. Durante sus primeros años de fundado se le consideró el centro financiero de la región, lo que cambió tras la larga guerra civil que se extendió desde 1975 hasta 1990 y se saldó con entre 120 mil y 150 mil muertes.
Además, el conflicto modificó el equilibrio político del Líbano y propició la creación y fortalecimiento de la organización islámica chiíta Hezbolá, considerada terrorista por Israel, la Unión Europea y Estados Unidos, pero apoyada por la mayoría de gobiernos árabes, encabezados por Irán y Siria.
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En paralelo al conflicto interno, el Líbano fue víctima de varias invasiones israelíes, la última de ella registrada en el verano del 2006, que frenó el camino de reconstrucción en el país. Históricamente, además, el país ha sido un centro de acogida para minorías perseguidas, tales como los armenios, palestinos y desde hace casi una década sirios que escapan del conflicto en su país. La llegada de un millón y medio de estos últimos desde el 2011 ha provocado, sin embargo, un desbalance en el país que no alcanzaba los 7 millones de habitantes.
Si bien posee un PBI de 91.199 millones de dólares, cuenta a la par con una deuda pública del 170% del PBI, unas de las más altas en el mundo. A ello se suma la enorme desigualdad social existente, pues los más ricos del país (apenas el 1% de la población) posee el 40% de la riqueza. La otra cara de la moneda es que 4,5 millones de sus habitantes viven bajo el umbral de la pobreza, según el Banco Mundial.
La inflación en la canasta básica es de al menos el 60%, mientras que la tasa de desempleo supera el 35%, según datos recogidos por el diario “El País” de España.
Por otro lado, la corrupción es un problema enorme. Se estima que apenas el 20% del espacio público del país está en control del gobierno, mientras que el resto ha sido cedido a empresas privadas.
“Además hubo rescate de bancos privados con fondos públicos. Entonces, existe esta percepción que no nos es ajena en el Perú, de que algunas empresas tienen acceso privilegiado al poder político y sus utilidades no derivan de su competitividad sino de su capacidad de cortejar a las autoridades”, explica el internacionalista Farid Kahhat a El Comercio.
Tomando en cuenta todos estos factores, no sorprende que en octubre del año pasado las masivas manifestaciones callejeras forzaran a que el primer ministro Saad Hariri dimitiera. Sin embargo, el nuevo Ejecutivo de Hassan Diab, en funciones desde inicios de año, no había puesto en marcha las reformas económicas necesarias cuando se desató la pandemia de coronavirus.
“Es un país que vive de servicios como el turismo, una de las actividades más afectadas por la pandemia. Había manifestaciones de protesta antes y durante la pandemia, en contra del Gobierno y del sistema confesional que tiene el país”, acota Kahhat.
En efecto, el 79% de la economía libanesa se ve sostenida en el sector de servicios, afectado enormemente tras el repunte de casos de coronavirus registrado la semana pasada, lo que provocó que el Gobierno decrete una estricta cuarentena en el país. En solo 30 días, el Líbano ha pasado de contabilizar 2 mil casos de Covid-19 a 5 mil, según los registros del 4 de agosto.
Sin embargo, más allá de la crisis económica, las protestas callejeras buscaban separar a la religión del control político, un escenario que fortalece a grupos como Hezbolá, quienes se han acomodado como una suerte de brazo armado paramilitar dedicado a silenciar las voces que buscan un estado laico.
“En el caso del Líbano, lo distintivo y que lo asemeja a Iraq, es que hay un sistema de gobierno donde la participación en el poder político depende de la confesión religiosa. Ese es claramente uno de los problemas del sistema político libanés. Los partidos que dicen representar a cada grupo religioso distribuyen discrecionalmente cargos y recursos a sus bases de apoyo, habitualmente de manera corrupta. Uno de los objetivos de los que protestan es ir contra eso, por ello usan consignas como ‘ni islam ni cristianismo, rebélate por la nación’”, explica el internacionalista.
Un estudio de Statistics Lebanon, determinó que el 54% de la población practica el islam, el 40,4% el cristianismo y el 5,6% son drusos, que no se consideran musulmanes. Sin embargo, dentro de estos grupos hay otros subconjuntos que amplían aún más el abanico. Por ejemplo, dentro del islam podemos encontrar a los chiítas (27%) y sunitas (27%), mientras que los cristianos se dividen entre maronitas (21%), griegos ortodoxos (8%), melquitas (5%), protestantes (1%) y un 5,4% compuesto por armenios ortodoxos, católicos armenios, siríacos católicos, siríacos Ortodoxos, católicos, caldeos, asirios, coptos y más.
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En medio de estos señalamientos por corrupción e incompetencia es que llega la tragedia de Beirut, la cual el Gobierno ha atribuido a un fallo en el depósito de 2.750 toneladas de nitrato de amonio incautado hace seis años en el puerto de Beirut. El dolor se ha mezclado con indignación tras escuchar esta explicación, pues el libanés promedio lo vería como una señal más de desinterés estatal; lo que podría traer más consecuencias que si se tratara de un atentado terrorista, por ejemplo.
“Atentados terroristas o ataques que en mi opinión podrían calificar como terrorismo de Estado los han sufrido por docenas a lo largo de décadas. Que esto sea un mero accidente muestra un grado de incompetencia brutal. Estamos hablando de miles de toneladas de una sustancia que los peruanos sabemos que se puede ser utilizada para producir explosivos, Sendero Luminoso utilizaba el nitrato de amonio en combinación con gasolina para fabricar explosivos, el famoso ANFO”, explica Kahhat.
“Que algo así se haya tenido almacenado tanto tiempo, en tan alta cantidad y sin condiciones mínimas de seguridad es, en sí mismo, un indicativo de la indolencia de las autoridades. Además, un atentado suele tener un blanco, pero acá hubo un radio de explosión tan amplio que causó daños a todo tipo de personas. Y el daño económico que le causa al país es enorme, porque el Líbano es un país que importa el 80% de sus alimentos y el puerto de entrada es el que acaba de ser destruido por la explosión”, acota.
Ante el impacto que esto podría tener en las protestas callejeras, el internacionalista opina que se verán los resultados luego de que se levante el estado de catástrofe declarado en el país por 15 días y el nivel de violencia dependerá mucho de la actuación de Hezbolá frente a las manifestaciones.
“Las próximas dos semanas la población estará conmocionada y volcada a ayudar a la reconstrucción del país y atender a las víctimas. Creo que tras ello, efectivamente, las protestas que nunca cesaron podrían retomarse”, asegura.
“Ahora, la violencia tiene más que ver con el tipo de represión, estas protestas no han sido reprimidas solo por fuerzas oficiales sino también por grupos a veces armados de organizaciones como Hezbolá. Si esa represión violenta a la protesta se mantiene, no me sorprendería que tarde o temprano empiece a haber violencia de parte de quienes protestan. Pero no lo consideraría un hecho consumado”, explica Kahhat.
Cabe resaltar que el pedido de laicidad de los manifestantes no solo es rechazado por Hezbolá sino también por Irán, la influyente república islámica que se rige bajo un sistema político teocrático. “Son protestas contrarias a juntar religión y política. Eso es fundamental en la identidad del régimen iraní y de Hezbolá. Ambos se ven asimismo como posibles afectados por este tipo de protestas”, concluye.
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