A primera vista parece que la vida ha vuelto a la normalidad en China pero en realidad el covid-19 todavía atormenta: Liu Peien no logra superar la muerte de su padre y a Zhong Hanneng le cuesta dormir y hasta comer tras haber perdido a su hijo.
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“Se puede decir que yo también me he muerto el 29 de enero”, resume Liu Peien, un empresario de 44 años, que dejó en paréntesis su empresa desde la muerte de su padre y se ha convertido al budismo para tratar de encontrarle un sentido.
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Como él, varios familiares de víctimas del covid-19 cuentan a la AFP su dolor en la ciudad donde surgió la epidemia a finales del año pasado.
Un sufrimiento aún más atroz si cabe por la negativa de las autoridades a reconocer su responsabilidad en la propagación inicial de lo que se convertiría en una pandemia con casi 63 millones de casos, de ellos cerca de 1,5 millones mortales.
El padre de Liu Peien, un ex alto cargo del Partido Comunista en el poder de 78 años, contrajo los síntomas del coronavirus después de un chequeo en un hospital de Wuhan, sin percatarse del peligro.
La causa de su muerte nunca fue confirmada oficialmente por falta de pruebas de detección suficientes en esos momentos.
Liu Peien se sumió “en una especie de locura”. “Estaba muy enfadado, clamaba venganza” en las redes sociales, muy controladas por el régimen.
Médicos en comisaría
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los primeros casos aparecieron el 8 de diciembre de 2019 en Wuhan, pero las autoridades chinas esperaron hasta el 23 de enero de 2020 para poner en cuarentena esta ciudad del centro del país, justo después de reconocer que el virus se contagiaba entre las personas.
Mientras tanto, unos médicos de Wuhan acabaron en la comisaría de policía por haber mencionado la aparición de un virus misterioso. Se les acusó de “difundir rumores”.
En la ciudad de 11 millones de habitantes, el saldo oficial de muertos ascendió a casi 4.000, o sea casi la totalidad de la cifra a nivel nacional (4.634 muertes entre enero y mayo de 2020).
Desde entonces, el régimen del presidente Xi Jinping se jacta de haber contenido la pandemia y ha dejado circular teorías no probadas según las cuales la enfermedad podría haberse originado en otro país.
Pero en Wuhan, varias familias han presentado una denuncia contra las autoridades locales, acusándolas de ser responsables de la muerte de un ser querido. A causa de las presiones que sufren, pocas han aceptado hablar con la AFP y algunas han anulado un encuentro en el último momento.
En cuanto a las denuncias, los tribunales las han considerado improcedentes.
En nombre de su hijo
Zhong Hanneng forma parte de familias que pusieron denuncias, en su caso en nombre de su hijo. Este profesor de 39 años falleció a mediados de febrero después de dos semanas de calvario para intentar encontrarle un sitio en un hospital.
En casa todos los días hablan con la foto del difunto, que sigue ocupando su sitio en la mesa con un cuenco de arroz y palillos, entre su viuda y su hija pequeña.
La jubilada de 67 años no puede dejar de pensar en que su hijo murió solo en una unidad de cuidados intensivos.
“Creo que voy a caer en una depresión. Me he vuelto irritable y cada día que pasa me siento peor”, cuenta.
Aparte del uso generalizado de la mascarilla, todo parece volver a la normalidad en esta ciudad a orillas del río Yangtsé.
Pero el invierno se aproxima y algunos de los que temen una nueva oleada del virus tratan a las familias de las víctimas como apestados.
“Nadie quiere vernos. Estamos muy solos”, declara Zhong.
“Ocultación”
Una mujer de 36 años, que perdió a su madre a principios de este año, acusa a las autoridades de “ocultación”.
“El mundo debe saber lo que pasó y que al comienzo se ha intentado ocultar estos hechos”, afirma esta mujer que pide el anonimato por miedo a posibles consecuencias.
“No sabíamos que era tan grave”, lamenta.
Algunos familiares han creado grupos de apoyo en las redes sociales para hablar, sobre todo de posibles recursos jurídicos. Pero aseguran que estos grupos están infiltrados por la policía, que amenaza a los participantes.
Y entonces empezaron los problemas: algunos acusaban a otros de cobardía por negarse a unirse a las denuncias.
“La policía está encantada con las disputas entre las familias”, comenta Liu Peien.
En su caso la ira dio paso al agotamiento. Se sumergió en la filosofía budista, renunció a la carne, al alcohol y a las fiestas, salvo en el templo. En noviembre, por el cumpleaños de su padre, le rindió homenaje encendiendo una vela durante una ceremonia religiosa.
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