Este texto contiene ligeros spoilers de la película
En lo caótico y excéntrico encontramos belleza. Así es Hollywood: una jungla de pasiones y desenfrenos que alberga honor, muchos millones de dólares, y algunos oscuros secretos. Con tres nominaciones al Oscar –aunque excluida del premio principal – “Babylon”, la más reciente película de Damien Chazelle, llega como una carta de amor al séptimo arte, una que ensalza sus más grandes virtudes y reconoce sus fatales defectos.
La década de los años 20 marca el inicio en la historia de un grupo de personajes encarnados por un elenco de lujo, que representan a los íconos de la época y el viaje que cada uno atraviesa para hacerse un nombre en medio de la crudeza y dureza de una industria que premia, pero también golpea. Inspirada en el famoso –aunque baneado– libro “Hollywood Babylon”, Chazelle usa el argumento de la película para demostrar lo que significa hacer cine: un asalto emocional.
De inicio a fin, uno como espectador no deja de vivir sensaciones que oscilan entre dramáticos extremos de la risa y la tragedia, entre situaciones con las que, a pesar de ser simples mortales, no podemos evitar sentirnos identificados: el extranjero que migra en busca de un futuro prometedor, la desconocida que sueña con verse en la pantalla grande cueste lo que cueste; y la trágica transición de una estrella mundial que espera la inevitable llegada del olvido. Y es que la fama es efímera pero la trascendencia y la gloria son eternas.
Aunque por momentos se perciban toques tarantinescos que pueden derivar en confusión y saturación –con excesos de sangre, violencia inusual y hasta imágenes que pecan de burdas– el sello del director franco-americano está en todas partes: rápidos movimientos de cámara, sonidos y ritmos fuertes que van in crescendo con la angustia del espectador, hasta fragmentos de composiciones previamente utilizadas en la banda sonora de “La La Land” –musicalizada, asimismo, por el también galardonado Justin Hurwitz –. Y ya que mencionamos esta última, resulta natural hacer el comparativo de ambas “ciudades de las estrellas”. Mientras que, en la primera, es el perfecto lugar para los soñadores, en “Babylon” nos lo presentan como una odisea de fama y fortuna en el que para hacerte un nombre el precio a pagar es muy alto. Chazelle, después de habernos regalado a Andrew en “Whiplash”, a Mia y Sebastian en “La La Land”, nos invita una vez más a la reivindicación del artista ambicioso que se abre espacio en un mundo en el que parecía no encajar y sufre los efectos del perfeccionismo.
Paralelamente, es una oda a la industria cinematográfica por donde se le mire. La llegada del cine sonoro, el uso del color, y hasta las películas musicales, son algunos de los momentos que marcaron grandes hitos a través de los años, y que, con “Babylon” podemos sentir un poco más cercanos. El uso de un clip hacia el final de la película –para algunos brutalmente innecesario– condensa las nuevas técnicas adoptadas, reconoce a importantes figuras del medio y alaba los éxitos históricos de la taquilla. Se trata de un filme emocionante, si me preguntan, como espectadora, como cinéfila, y como comunicadora que admira y conoce este dedicado y gratificante arte.
Las escenas finales son un precioso recordatorio de que el cine es para todos. Un paneo lento por la sala nos muestra un variopinto público enganchado con el filme que se está proyectando, para así terminar con un primerísimo primer plano de quien, considero yo, ha sido la revelación absoluta: Diego Calva, con los ojos vidriosos por las lágrimas de ver su vida materializada en la pantalla, y un conmovedor gesto que resume a la perfección lo que es vivir a través de las películas.