Marilú Martens

El fin de semana pasado, a los 78 años, falleció, empresario de intachable trayectoria que deja en nuestras manos un enorme legado. Su partida genera una profunda pena pues, sin duda, despedimos a un peruano ejemplar y a uno de los más grandes promotores de la que el tuvo en las últimas décadas.

Quienes lo conocieron como figura pública sabrán que, además de ser líder de importantes compañías peruanas, fue presidente de la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía, y –años más tarde– presidente de la Confiep. Sabrán que fue condecorado con la Orden del Trabajo en el grado Gran Oficial y, más adelante, con las Palmas Magisteriales en grado Amauta, distinción honorífica que el Estado otorga a aquellos que han contribuido de forma extraordinaria a la educación. Jose Miguel fue fundador y presidente de Empresarios por la Educación, aquella iniciativa revolucionaria que articuló a la empresa privada con el Estado, los gobiernos locales y regionales, beneficiando a casi dos millones de estudiantes. Y así encabezó muchos otros logros que nacieron de su compromiso y amor al Perú encauzados en una visión muy clara: la educación es la clave para el desarrollo de un país.

Personalmente, lo recuerdo por todos esos triunfos y, sobre todo, por algunos gestos icónicos que marcaron nuestra relación y que me demostraron hasta qué punto su compromiso era auténtico y generoso.

Para muestra un botón, recuerdo una charla magistral que dio a 300 estudiantes de quinto de secundaria del Colegio Mayor Secundario Presidente del Perú. El trato que tuvo con los estudiantes –y la atención que estos le prodigaron– fue de una cercanía tal que, por momentos, me parecía ver a un padre hablando con sus hijos. De entre todos sus mensajes, uno en especial se quedó conmigo: “podrán llegar lejos, pero, si no lo hacen con valores morales y éticos como base, serán solamente castillos en las nubes”. Aquella frase resumía su filosofía: la educación no se define únicamente por instruir a los alumnos, sino también –y en igual medida– por cultivar en ellos principios éticos, morales y ciudadanos.

Desde que lo conocí, siempre consideré un privilegio poder llamarlo “mi amigo”; y aún más, pues muchas veces se comportó como un ángel omnipresente, dispuesto a dar apoyo en lo que fuese necesario. En el 2017, yo era ministra de Educación y cargaba con la gran responsabilidad de trabajar por Piura, una de las regiones más afectadas por el Fenómeno de El Niño Costero. José Miguel no se encontraba en el país, pero uno de esos días críticos sonó el teléfono: “¿Cómo te ayudo?”. Le expliqué las complicaciones que teníamos para conseguir contenedores que ayudaran a distribuir agua a las familias damnificadas en los campamentos. Volvió a llamarme 30 minutos después: “200 contenedores de amplia capacidad van en camino”. Quedé completamente sorprendida entonces, pero ahora sé reconocer que así era él.

Hace unas cuantas semanas, me visitó. Siempre pendiente del desarrollo de la educación en el Perú, me preguntó qué se necesitaba para hacer más Colegios de Alto Rendimiento (COAR). Le respondí que lo que ahora más se requería era fortalecer los que ya existían y, sabiendo de su especial preocupación por la formación de los docentes, nos enfocamos en la idea de crear en los COAR centros de capacitación para que directores y docentes de colegios nacionales adoptaran las fortalezas del modelo educativo y se aprovechara para esto la infraestructura de dichos establecimientos durante los veranos. “¡Impulsémoslo!”, me respondió.

Quedan en nosotros innumerables recuerdos suyos, pruebas de su integridad y de la huella que imprimía en todas las personas a las que se acercaba. Ahora es labor nuestra continuar con el trabajo que tanto impulsó, incorporar sus lecciones y su ímpetu para encargarnos de mantener viva la estela brillante que dejó su paso. Si algo queda claro hoy es que nuestro país necesita muchas más personas como él. ¡Adiós, gran amigo!

Marilú Martens es exministra de Educación

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