Hay un momento ineludible en cada fin de diciembre: el momento en que –a mitad de una caminata solitaria, o delante del mar, o frente a un espejo, o sentado en el baño, o en cualquier instancia análoga– uno se detiene a evaluar los últimos once meses transcurridos para definir si el que está a punto de acabarse ha sido un año provechoso, digno de recordarse y repetirse, un año trivial, o un año de mierda.
En lo que a mí respecta, esta vez no hay necesidad de balances minuciosos, pues toda la importancia del 2024 se sostiene en un único acontecimiento: el nacimiento, la mañana del 29 de mayo, de mi segunda hija, Emilia.
Hubo, cómo no, otros sucesos memorables que regresan ahora como flashes o postales que convendría coleccionar: la escapada de tres días a Cusco junto a mis dos hermanos, los paseos familiares dentro y fuera de Madrid, ciertos reencuentros amicales en distintas ciudades del mundo, los viajes literarios para presentar mi última novela, los talleres de escritura, los contados almuerzos con mi madre en cada visita a Lima, el bicampeonato de la U.
También hubo, cómo no, esos infaltables días de duda, de exasperación, de ganas de mandar todo al diablo. Fueron pocos, aunque fueron largos.
Pero por encima de esas buenas y malas experiencias está, como contaba, el arribo de Emilia. O mejor dicho: el arribo de Emilia y la conversión de Julieta, mi primera hija, en hermana mayor. Cuando Julieta nació hace siete años, el evento sísmico también fue doble: la aparición de la primogénita vino acompañada de la investidura de la paternidad. La llegada de Emilia hace siete meses supuso un segundo fenómeno: el espectáculo de la hermandad.
¿Quién iba a decírmelo en esas noches desmesuradas de hace veinte años, cuando todo parecía indicar que mi futuro estaría ligado por siempre a la independencia, al donjuanismo, a dar tumbos autodestructivos en los bares de Barranco? ¿Yo?, ¿casado?, ¿viviendo en el extranjero y convertido en padre de dos niñas? ¿Qué bruja podría haberme lanzado tan temeraria profecía?
Y sin embargo, ocurrió.
Los hijos son el recordatorio de que existes, pero a la vez de que has dejado de existir. Ya no eres el de antes. Tus prioridades cambian de forma muy violenta, todo lo que antes era trascendental acaba resultando accesorio y, mientras los hijos van surgiendo e imponiendo su presencia en el mundo, tú vas replegándote para verlos brillar.
La llegada de Emilia ha trastocado el orden familiar. Nuestras rutinas ahora se diseñan en función de sus necesidades, y entonces la posibilidad de leer, de escribir, de nadar, de ver una película, de salir a dar una vuelta, o de dormir cinco horas continuas queda, en teoría, temporalmente suspendida, pues siempre hay un biberón que preparar, un pañal que cambiar, una muda de ropa que poner, un sueño que inducir, una habilidad que estimular, una sonaja que agitar, un llanto que consolar.
Pero todo, absolutamente todo queda recompensado cuando las hermanas empiezan a interactuar como si entre ellas existiera un lenguaje telepático ajeno a los códigos adultos. La mayor habla y la menor reacciona a esa voz, aunque no se encuentren en la misma habitación. La mayor toca el piano y la menor contempla hechizada el curso de los dedos de su hermana sobre el teclado. La mayor se ríe viendo unos dibujos animados japoneses y la menor se carcajea aunque no entienda nada. Me divierte contemplar esa dinámica, imaginar cómo fluirá en los años venideros, y preguntarme cómo me relacioné en el pasado con mis propios hermanos: ¿qué nos unió?, ¿fuimos así?, ¿seguimos admirándonos el uno al otro como cuando éramos pequeños?, ¿nos durará para siempre esa complicidad?
El fin de año llega con su correspondiente cuota de torpeza, lucidez y melancolía. Todo es desorden, hartazgo, confusión, pero a la hora de la hora –digamos a las doce del 24 o del 31– uno tiene que saber agradecer –no importa a quién, no importa cómo– por la cuota de felicidad que le tocó. Y a mí este año me tocó una grande. Salud por eso.