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Vuelva a un año atrás. Su analista político caserito le sugería que deje a Dina tranquila. Que era mejor que termine su mandato para no azuzar a las masas chavistoides, puneñas, terruqueables. Ese conocedor trajinado de la política nacional le decía, cito: “El Congreso tendrá más incentivos para mantener que para vacar a Boluarte en el poder”. Le auguraba un futuro “peor sin Dina”. Pronosticaba que la expresidenta iba a terminar su mandato y, más aún, que en el último tramo de gobierno la probabilidad de vacancia era “muy baja”. ¿Cuántos líderes del empresariado nacional se compraron este cuento? ¿Cuántos de ellos calcularon el riesgo político, el tipo de cambio, el PBI, sus KPI, sus utilidades, sus retiros de AFP y CTS, con base en esta “acuciosa” introspección en la dinámica política nacional?
Una vez que Boluarte salió, con roche, de la señal de IRTP en vivo mientras se despedía de su 3%, chalequeada de Queros y Santivañez, vinieron las excusas de los analistas. “Nadie la vio”, “la política peruana es predeciblemente impredecible”, “esto estuvo fuera de todo pronóstico”. Los usuarios de estos analistas, que suscribieron el análisis prospectivo y firmaron la orden de compras respectiva, repitieron la perorata, al punto de que se creó un sentido común de un final intempestivo, inexplicable, injustificable. Lamento sinceramente la autorreferencia, pero si usted ha seguido las columnas de este servidor, ha encontrado una visión alternativa y más certera. La caída de Boluarte era inevitable, pero, sobre todo, encomiable. Aunque no fuese lo que parte del mal asesorado establishment económico quería escuchar. Sin embargo, queda demostrado que era lo mejor para sus intereses. Remitámonos a las pruebas.
En la actualidad tenemos a un presidente de más de 50% de popularidad y hasta un Congreso que ha doblado sus índices de aprobación. Más que un milagro, un bálsamo para una población desafecta de la política. Siempre viene bien un electorado aclimatado ad portas de un verano electoral. Las élites económicas pueden visitar la PCM y posar para la fotografía oficial de rigor sin pena ni bochornos, sin cálculos ni excusas. Hoy tenemos otros dos dañinos expresidentes en Barbadillo: uno por corrupto y el otro por golpista. El embajador cubano más perjudicial de Sudamérica fue invitado por Torre Tagle a retirarse de estas hermosas tierras del sol, y el madurismo está acorralado y en cuenta regresiva. Difícilmente el petróleo venezolano podrá financiar a la izquierda en las campañas presidenciales venideras en el vecindario como antaño. Antauro Humala no es candidato presidencial y la izquierda más radical se autosabotea en sus primarias. El precandidato presidencial más potente, Vicente Alanoca, cayó por fuego amigo. Este verano, en contra de los vaticinios de sus propios influencers, los ‘trumpistas de Dasso’ se irán a la playa con menos cuidado y más optimismo.
El clima político-regional suma al entusiasmo. Un nostálgico del pinochetismo puede ser presidente –por primera vez– en Chile. Las derechas de Ecuador y Bolivia acaban de derrotar a los rezagos del socialismo del siglo XXI (¿o del XX?) en sus respectivos países, Gustavo Petro está en retirada y Gabriel Boric tendrá que bregar mucho para volver a ser el líder indiscutible de la izquierda chilena. El socialismo latinoamericano pasa por su momento de mayor debilidad. Solo un veterano Lula queda como paladín exhausto de sus causas ideológicas. La izquierda –el mayor cuco del empresariado nacional y regional– ya no asusta ni a un distraído, a pesar de los temores que despierta el anticomunismo. Al menos por ahora. En el país subsiste un electorado radical, contestatario, antisistema, que va a insistir con la disrupción, con la asamblea constituyente y la furia antilimeña. Ese sector llega a sumar alrededor de una quinta parte del padrón. Pero dicha demanda no tiene un correlato potente en la oferta de 37 minicandidatos presidenciales. Esos votos enfurecidos podrían incluso diluirse, como arena entre los dedos, en medio de tanta fragmentación.
Por lo tanto, la amenaza al sistema podría venir del propio sector conservador o del populismo ideológicamente agnóstico. Sostengo que nuestras élites están entrenadas para avizorar al enemigo izquierdista, fortaleciendo estos reflejos anticomunistas que los acompañan desde la primera mitad del siglo pasado. Pero no para sospechar de la traición de clase. Compartir un mismo referente social en una estructura social les impide detectar la ebriedad del poder populista, que destroza las reglas del propio mercado y la confianza a la inversión nacional e internacional. No existe una conciencia ni una preocupación por el daño que provendrá del pariente cercano.
Esas mentes brillantes que guían las decisiones del poder económico no visualizan al antisistema conservador, por incapacidad analítica o por complicidad. Por ello, en este ciclo electoral, las élites van cegadas –voluntariamente o no– ante la identificación de amenazas populistas de derecha. Costará mucho para los actores del establishment comprender que el enemigo del modelo viene, esta vez, desde el campo ‘amigo’. No solo por su pragmatismo y duda existencial frente a los principios del mercado, sino también por ese espíritu antiinstitucional que devalúa la normatividad existente. El sentido común de nuestras élites no está preparado para un antiestablishment de derecha, desafortunadamente.
Queda como esperanza proponer un ’cordón sanitario’ que frene todo tipo de populismo de izquierda para evitar la degradación del proceso de toma de decisiones políticas. Pero también de derecha para evitar más daños consustanciales al clima y estructura de negocios de actores económicos nacionales e internacionales. Mientras tanto, su analista político favorito seguirá despertando fantasmas (como el anticomunismo) ya bien enterrados (y olvidados).

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