Alberto Fujimori ha partido y, con él, una de las referencias ineludibles de la política y sociedad peruanas de los últimos 35 años. Es un dato de la realidad, y no solo una opinión, que tras su aparición y su ascenso al gobierno hay un antes y un después.
Fujimori fue el primer ‘outsider’ en hacerse de la presidencia (poco tiempo antes, aún en los 80, Ricardo Belmont lo había logrado en la alcaldía de Lima), con un empaquetado que luego varios sucesores replicarían: Toledo (en sus inicios se proclamó heredero del “fujimorismo sin Fujimori”), Humala en su segunda vez, así como PPK (ambos capitalizando paradójicamente el antifujimorismo cuando el partido ya era parte del ‘establishment’), hasta llegar a Pedro Castillo.
Denominador común (salvo el caso de PPK): opciones de centro, centroizquierda y, al final, de izquierda propiamente, como alternativa al ‘statu quo’. Alberto fue el primer voto de protesta contra la partidocracia de finales de los 80 y una derecha limeña desarraigada de las provincias, de su postergación y pobreza.
Que al final del día tanto Fujimori como sus sucesores hayan liderado gestiones de derecha o centro (salvo algunos rasgos y amenazas no concretadas por Castillo) es parte de las paradojas de nuestra historia. El exrector de la Universidad Agraria, haciendo casi un copiar/pegar del plan de su excontendor Mario Vargas Llosa en 1990, puso en marcha el esfuerzo reformador de la economía más importante desde la segunda mitad del siglo XX.
Pese a que varias reformas no vieron la luz o se frustraron, la fortaleza macroeconómica de la que aún gozamos se debe al plan reformador anclado en el orden fiscal y monetario, abierto a la integración comercial y, hasta por lo menos el 2018, con una vocación por la competitividad.
Lo anterior hubiera sido imposible de lograr sin la derrota de la hiperinflación y el terrorismo demencial que su primer gobierno heredó. Alberto se quedó corto en las reformas. La paz con Ecuador marcó un hito crucial.
La corrupción que Fujimori permitió que se instale y consolide a su lado, vía la organización criminal que Vladimiro Montesinos activó y lideró, acicateó una inconstitucional y torpe segunda reelección, que terminó en la implosión de su régimen.
Mereció la cárcel, pienso, más por los casos de corrupción y la indignidad de una renuncia desde el Japón, y menos por una dura condena sustentada en un fallo de autoría mediata, a mi juicio, muy controversial.
El fujimorismo debería hacer suyo el legado transformador de aquel líder de inicios de los 90 y apartarse del conservadurismo al que derrotó en ese ya lejano abril de 1990.