En un Estado constitucional de derecho como el que vivimos, regido por una ley suprema como la Constitución, cuyos principios y efectos irradian toda la vida de la nación, también se contempla la posibilidad de que nos encontremos ante situaciones límites, que obligan a adoptar un régimen jurídico excepcional, acorde con la situación que el país puede padecer.
No hacerlo sería una ingenuidad, pues implicaría asumir que la nación nunca sufrirá de sobresaltos, dificultades, perturbaciones o catástrofes, e incluso de la posibilidad de invasiones, guerra exterior o una guerra civil. Lamentablemente, no hay antídoto que pueda evitar tales situaciones penosas y que pueda garantizar que ello jamás ocurrirá.
Pretender que frente a situaciones como las descritas no se recurra a un régimen jurídico ad hoc –es decir, acorde con la gravedad de situaciones no ordinarias– sería una debilidad que pondría en grave riesgo la supervivencia de la propia nación.
Por eso, nuestra Constitución contempla en el Capítulo VII de su Título IV el llamado régimen de excepción, que permite al presidente de la República –con acuerdo del Consejo de Ministros– decretar, por un plazo determinado, en todo el territorio nacional o en parte de él, y dando cuenta al Congreso de la República, los estados de excepción que se prevén en el artículo 137 de la Carta Magna, como el estado de emergencia (para los casos de perturbación de la paz o del orden interno, de catástrofe o de graves circunstancias que afecten la vida de la nación) y el estado de sitio (para los supuestos de invasión, guerra exterior, guerra civil o peligro inminente de que se produzcan).
Obviamente, la sola emisión del decreto respectivo declarando el estado de excepción constituye una situación grave, pues implica que el presidente de la República, a quien la Constitución le encarga la función de velar por el orden interno y la seguridad exterior de la república, reconoce que está en la necesidad de acogerse a un régimen excepcional para hacer frente a la situación imperante, lo que implica la reducción de ciertos derechos constitucionales, incluyendo la posibilidad de que sean las Fuerzas Armadas las que asuman el control del orden interno.
Lo que parece no entender el actual gobierno –que en setiembre pasado declaró el estado de emergencia en 14 distritos de Lima y el Callao, con el fin de proteger a la población de las amenazas contra su seguridad– es que la sola publicación del respectivo decreto supremo no resuelve per se la situación generada, pues lo único que hace el decreto es habilitar un régimen jurídico que le permite al gobierno actuar con mayor efectividad.
Si se dicta el régimen de excepción pero el gobierno continúa en esta suerte de adormecimiento, sin que la presidenta de la República entienda que, más allá de presentarse leyendo mensajes con frases de cliché, lo que necesitamos es una acción de verdad, no buscando el aplauso fácil –como lo que pretendió el actual ministro del Interior al presentarnos a uno de los hermanos Quispe Palomino como si fuera una detención luego de un extraordinario trabajo de inteligencia, cuando lo cierto es que se trataba de una persona que ni siquiera tenía una orden de captura–, sino un compromiso real por asumir un auténtico liderazgo. De lo contrario, seguiremos en el desgobierno que las encuestas reflejan.