Juan Paredes Castro

Con un pie en el avión, rumbo a Europa, escribo esta columna convencido de que la presidenta ha ingresado al punto extremo del circuito de fuego en el que peligrosamente se mueve desde el inicio de su mandato.

En efecto, su situación de protegida por un en el que los mayores poderes no son los suyos, sino los de César Acuña y Keiko Fujimori; su negada condición de protectora de , que ya no reclama parcelas de poder como cuando gobernaba Pedro Castillo, sino el manejo del poder mismo; y su sensación de sentirse personal y funcionalmente desprotegida, representan, para ella, un circuito de fuego cada vez más peligroso y a punto de explotar.

Hasta hace poco tiempo, sentirse protegida por el Congreso, sentirse protectora de Cerrón –aunque lo negara– y sentirse desprotegida de sí misma podían hacerle la vida presidencial sin duda tensa, pero soportable.

De pronto, ya no. Por más que Boluarte diga que está contra todas las dictaduras y todos los fraudes –y por más que se ponga a esperar el reconteo final de votos de Nicolás Maduro–, en los actos ya removió al que fuera su canciller, Javier González-Olaechea, para el que no había otro presidente electo en Venezuela que Edmundo González Urrutia.

Quitar a González-Olaechea del camino en las relaciones entre el Perú y Venezuela puede ser un bálsamo gratificante para Maduro y el ingreso a una línea de fuego fatal para Boluarte, que tenía en la respetable imagen de su excanciller el sostén estratégico exterior que su debilitamiento político interno necesitaba.

Boluarte ha ido esta vez muy lejos contra ella misma y ha puesto al Perú contra el Perú, afectando gravemente un liderazgo diplomático en defensa de la democracia y las libertades que probablemente hubiera sido una medalla de plata al final de su mandato, si es que tiene final, en el 2026.

La presidenta ha terminado por desprotegerse y debilitarse aún más. Su desprotección propia la hace más dependiente de la protección parlamentaria y más dependiente también de esa otra parte del circuito de fuego de la mandataria, en la que la negada protección a Cerrón la envenena cada vez más. Así como un día este habría pedido –a nombre de Cuba y Venezuela– la cabeza de González-Olaechea, otro día podría pedirle la del presidente del Consejo de Ministros Gustavo Adrianzén.

Para todo el que gobierna en democracia o en dictadura, la desprotección política personal y el debilitamiento de poderes funcionales propios constituyen puntos de riesgo muy altos. De ahí que el sostenimiento de cualquiera de estos regímenes pasa a depender absolutamente de esos puntos de riesgo más que de la acción u omisión de sus adversarios.

Los regímenes democráticos y autoritarios acaban o explotan en la línea de fuego de sí mismos. No es fácil derrocar democracias, como no es fácil derrocar dictaduras. Estas y aquellas caen, siempre más tarde que temprano, por sus propias torpezas.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor