(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Ignazio De Ferrari

Desde hace 18 meses, los liberales del mundo nos preguntamos cómo los estados y los ciudadanos deben hacer frente a la presidencia de Donald Trump. Y si bien diseñar una estrategia para lidiar con el mandatario estadounidense es una tarea fundamental dada la amenaza en que su administración se ha convertido para la democracia de su país y para el orden político liberal, no deberíamos perder de vista lo siguiente: Trump es en realidad la consecuencia y no la raíz de lo que realmente está mal con la democracia estadounidense. Son muchas las lecciones que otras democracias –avanzadas y en vías de consolidación– pueden recoger de la experiencia del país norteamericano en las últimas décadas.

Trump es el resultado de dos males estrechamente relacionados: por un lado, el hiperpartidismo y la polarización y, por el otro, un sistema institucional que ha quedado desfasado en el tiempo. En las últimas dos décadas, las dos grandes formaciones políticas –en especial el Partido Republicano– se han alejado del centro. Un ejemplo de esto es que una cantidad importante de leyes se aprueban solo con los votos del partido que tiene la mayoría legislativa. En un sistema bipartidista altamente polarizado es muy difícil que los votantes que se identifican con uno de los partidos abandonen su formación para votar por la contraria, incluso si el presidente es Donald Trump. Algo similar ocurre en el Parlamento, donde no se rompe la disciplina partidaria.

En el frente institucional, el mayor problema es el colegio electoral. En Estados Unidos no es elegido presidente el candidato que obtiene más votos a nivel nacional, sino el que obtiene la mitad más uno de los 538 electores del colegio electoral. Cada uno de los 50 estados tiene un número de electores de acuerdo a su población. El candidato que obtiene más votos en un estado obtiene todos los electores de esa jurisdicción. El problema es que los estados más pequeños –con una población rural más importante– están sobrerrepresentados. En las zonas rurales, los republicanos son más fuertes, de modo que son ellos los mayores beneficiarios del colegio electoral. El resultado es que los últimos dos presidentes republicanos –Trump y George W. Bush– fueron elegidos logrando menos votos a nivel nacional que su rival demócrata.

Una de las mayores tensiones irresueltas de la democracia es que la historia la escriben los vencedores. En otras palabras, son los vencedores los que definen las reglas de la democracia, ya sea por acción o por omisión. En el Estados Unidos de hoy, quien más se beneficia de las reglas del juego –en especial, del colegio electoral– es el Partido Republicano. Al final del día, la gran pregunta es si las instituciones están en disposición de proteger el bien común, o si sirven para perpetuar el poder de los que de por sí ya ostentan poder. Cuando se convierten en lo segundo, el campo de juego deja de estar emparejado y se inclina a favor de uno de los contrincantes. Y entonces, cambiar las reglas del juego para hacer del partido uno justo se vuelve casi imposible. Si a esto se suma la dinámica de polarización que aqueja a la democracia estadounidense, el resultado es que el vencedor jamás estará dispuesto a ceder su posición de privilegio, por más desigualdades que esta genere.

En América Latina sabemos muy bien qué significa que los vencedores determinen las reglas del juego. En el último cuarto de siglo populistas de izquierda y de derecha han introducido la reelección presidencial para poder perpetuarse en el Ejecutivo. La tentación del poder absoluto es tan grande que en el Perú no deberíamos desechar el sistema proporcional de elección del Congreso. Un sistema mayoritario de distritos uninominales –en el que en cada distrito se elige un solo representante–, como ha sido propuesto más de una vez, conduciría con mucha probabilidad a mayorías parlamentarias permanentes. El Perú no está hecho para que ningún partido tenga tanto poder.

Finalmente, en nuestra región conocemos también de primera mano los males de la polarización. El chavismo en Venezuela, el peronismo en la Argentina o nuestro fujimorismo han sido movimientos que han estado asociados con altos niveles de polarización. Y en esta región, la polarización en el pasado ha sido solucionada con balas en vez de votos. La realidad es que la crispación fujimorismo-antifujimorismo ya nos ha pasado factura, pero aún estamos a tiempo de evitar daños mayores. Sin embargo, mientras el fujimorismo siga haciendo un uso inadecuado de su posición parlamentaria, será difícil que sus adversarios no opten por la confrontación.