Avanzar hacia la igualdad de oportunidades es la principal forma de construir una sociedad justa. Entre otras, estas incluyen que la salud y la seguridad vayan mejorando para todos. Algo que, como sabemos, no está ocurriendo, pese a que el Estado nunca ha tenido tantos recursos para poder hacerlo.

Pero incluso más determinante que lo anterior es el acceso a una pública de calidad. Todos los gobiernos del siglo XXI han avanzado algo en ese camino. Claro, hasta que llegó Pedro Castillo, quien en la huelga del 2017 navegó con la consigna de derogar la Ley General de Educación que establecía la meritocracia como requisito para el nombramiento y avance de la carrera de los maestros.

Demoró, pero lo consiguió. A iniciativa del Bloque Magisterial (casi todos sus integrantes jalados en más de una de esas evaluaciones) han conseguido aprobar una ley en esa línea. Ello vía el abyecto esquema que organiza muchas de las votaciones del Congreso: “Vota tú por la barbaridad que propongo y así mañana yo voto por la tuya”.

La ley ha sido fuertemente cuestionada por los sectores pensantes del país y –excepción que confirma la regla– ha sido observada por el Ejecutivo. Pero cualquier buen observador sabe que las posibilidades de la no insistencia del Congreso son mínimas.

La regla sí la cumplió obedientemente el Ejecutivo, con la más reciente ley que permite a las universidades negocio no tener que ser ratificadas cada seis años para seguir funcionando. Con ello, otro de los poderosos grupos de poder del Congreso ha conseguido dar un zarpazo más –quizás el definitivo– a la reforma universitaria del 2014, una que inició un valioso esfuerzo para desarrollar estándares mínimos de calidad.

Han logrado, pues, sus objetivos el sector de los maestros que temen a las evaluaciones y también los dueños de esas universidades de pésima calidad que, exoneradas de impuestos, generan una rentabilidad altísima e inversamente proporcional al valor de las decenas de miles de diplomas que emiten cada año.

La traición a los que más necesitan una educación de calidad en todos los niveles se origina en un Congreso que hace lo que le da la gana, casi siempre en función de las peores causas. Así como en una presidenta aterrada por los estropicios de los que ya es responsable y que, por ello, depende casi absolutamente del –de facto– “primer poder del Estado”.

Dueles mucho, : a casi 15 días de la arrasadora victoria de la oposición, parece salirse con la suya. Si los vencedores han puesto a disposición de quien quiera verlas más del 80% de las actas de votación, Maduro no ha presentado ninguna para proclamarse presidente. Ha recurrido, más bien, al peor argumento: una represión salvaje.

El pueblo de Venezuela ha hecho todo lo humanamente posible para enfrentar a una dictadura de la que las Fuerzas Armadas son parte intrínseca. Toca a la comunidad internacional hacer algo. Y la geopolítica no ayuda: a Rusia, China e Irán les interesa tener una potencia petrolera que dependa de ellos en el vecindario de los Estados Unidos. Y estos últimos están cargados de tantos problemas internacionales que prefieren que América Latina se haga cargo. El drama es que la salida “negociada” está en manos de México, Brasil y Colombia, cuyo compromiso con la voluntad popular en Venezuela expresada claramente en las urnas es más que dudosa.

Creo que lo que viene son negociaciones lentas y concesiones menores. Lo que el tramposo Maduro quizás acepte, pero no va a ir más allá de dejar de acosar a algunos de los líderes visibles y asesinar más disimuladamente.




*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Basombrío Iglesias es Analista político y experto en temas de seguridad