A estas alturas, habría que ser un caído del palto para pensar que el Gobierno y el Congreso van a cambiar en algo. Solo veremos cambios “estratégicos” (es decir, por conveniencia) en la medida en que necesiten girar para enfrentar posibles movimientos en “la calle” o “la carretera”, o cuando se acerque el período electoral.
La ausencia de pesos y contrapesos entre Ejecutivo y Congreso ha propiciado pactos pro impunidad, ilegalidad, antiinstitucionalidad, así como la normalización de la indolencia y la frivolidad. Tremenda combinación no puede pasar desapercibida por mucho tiempo.
No recuerdo haber tenido una clase política (incluyo a jueces y fiscales) de esta calaña en un buen tiempo. No pienso que estemos ante un régimen dictatorial, pero el referente más cercano que se me ocurre es el que vimos con la peor etapa del gobierno del expresidente Alberto Fujimori. Más allá de aciertos en lo económico y lucha contra el terrorismo, tuvimos también un régimen corrupto que destruyó la institucionalidad y que adaptó las reglas de juego a sus propios intereses.
Algo de eso estamos viendo ahora con algunas normas ya aprobadas y otras en proceso. La política implica la posibilidad de cambios en las reglas, pero el tufo de algunas de las aprobadas por este régimen es el que te deja un trago no apto para el consumo humano.
Como suele ocurrir con estas situaciones, quienes ejercen el poder andan desconectados de la realidad. Ante la ausencia de representatividad, es “la calle” o “la carretera” la que puede acercarlos a esta. No olvidemos que en el peor momento de las marchas de finales del 2022 e inicios del 2023, con el gobierno de Dina Boluarte recién estrenado, fue ella misma quien, luego de jurar que gobernaría hasta el 2026, planteó un adelanto de elecciones que estuvo a punto de aprobarse en el Legislativo. Tras decenas de muertes que aún deben ser materia de un juicio, las cosas felizmente se estabilizaron y pasamos a una “calma chicha” que ha devenido en el escenario antes descrito.
Las protestas iniciadas por las víctimas de la extorsión y la inseguridad ciudadana han ido surgiendo espontáneamente. Hay oportunistas que buscan capitalizar la situación, pero el reclamo es, por donde se le mire, justo. Hay varias agendas o pedidos, pero el pliego se ha centrado en la derogación de una de las normas pro impunidad (cambios a la ley de crimen organizado) dictadas recientemente.
Dudo que esa ley sea la causante directa del aumento de la inseguridad en las calles. Pero, aunque no lo sea, se está convirtiendo en un símbolo de lo que este régimen representa. Si no hay una mínima reacción política (que es el escenario probable), ese símbolo puede hacerse cada vez más fuerte e ir sumando otros (de los varios que hay por escoger).
El Perú resiste hasta donde le toque, pero se la va a cobrar en “la calle”, “la carretera” o las urnas con quienes lo están llevando al límite. Nadie quiere ver un país parado, pero tampoco uno destruido por corrosión.