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El espectro de Arequipa
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Siempre que llega la Convención Minera a Arequipa, emergen las dos narrativas que siempre emergen en estos eventos. En primer lugar, la Arequipa celebrada, la del centro histórico hermoso cuyas casonas coloniales albergan restaurantes fabulosos y el Monasterio de Santa Catalina. El dinamismo que Arequipa tiene producto de la convención es abrumador, aunque solo dure una semana: hoteles, turismo, restaurantes, comercios; un vendaval y un ‘shock’ económico. Los empresarios y políticos departen en opíparos convites donde por un momento todo parece ser Wonderland.
Pero al mismo tiempo es inevitable mirar a Arequipa con ese aire de aristócrata venido a menos; una ciudad que alguna vez fue cabeza de los debates republicanos del Perú y que ahora es una ciudad afeada por un transporte público caótico, que ha renunciado a cualquier intento de reforma, y la ciudad se ha entregado al caos con resignación. Lo mismo se puede decir de los servicios de salud. Arequipa, la provincia capital de la región, no ha inaugurado ningún gran hospital desde la década de los setenta. Más de 50 años son demasiados como para no haber hecho algo. El hospital Goyeneche y el hospital Honorio Delgado, hospitales del Minsa, son hospitales con más de 70 años que no han afrontado ninguna reforma.
El último gran pacto social que consiguió algo para Arequipa se dio después de una negociación tensa entre líderes sociales y políticos que terminó con la construcción de una planta de agua y la promesa de una planta de tratamiento de aguas residuales que terminó también siendo construida por Cerro Verde. Ni el gobierno regional ni el Gobierno Central han logrado sacar adelante Majes Siguas, la promesa falsa más repetida de la historia arequipeña. Desde entonces ya han pasado muchos años y Arequipa solo se maquilla cuando llegan estos eventos. La ciudad es un bebe a la que toda la ropa ya no le queda. Los desagües colapsan en tiempo de lluvias, y si llueve mucho, Sedapal corta el agua por la turbidez del agua que capta.
Arequipa se ha detenido desde hace muchos años. Sus élites económicas, por un lado, decidieron preocuparse solo de los negocios, mientras la actividad política les repelía; por otro lado, las nuevas élites políticas eran amateurs que buscaban hacer carrera política de corto aliento sin ninguna ambición de gran proyecto político con aspiración nacional. Arequipa no solo ha perdido cualquier tipo de liderazgo en el debate político nacional, sino que es una ciudad condenada a ejercer de furgón de cola en el país salvo que alguien esté dispuesto a liderar un proyecto político nacional que dispute el poder central. Es cierto que ya no hay Mostajos ni Belaundes ni Bustamante Riveros, es cierto que la ciudad ha cambiado muchísimo, pero ya es tiempo de que los arequipeños asumamos que no solo son los proyectos mineros los que se han detenido en Arequipa, sino que la ciudad misma es un espectro de lo que alguna vez fue.

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