No hay un país en el mundo que pueda ufanarse de haber logrado el desarrollo de sus ciudadanos basándose en un modelo socialista o estatista. Ni uno. Por doscientos años, desde la primera revolución industrial, cada experimento de economía cerrada implementado (guiado por el Estado, basado en la propiedad comunal, donde unos pocos cargan con los costos de todos, etc.), incluso cuando se aplicó con las mejores disposiciones e intenciones, ha fracasado. Y quienes aún lo intentan son un vivo reflejo de lo que el sistema conlleva: atraso, miseria, hambruna, totalitarismo, muerte. Cuba, Venezuela y Corea del Norte son los ejemplos más puros, pero hay muchos otros.
Y sin embargo hoy, en plena crisis, cuando la realidad demanda –más que nunca– de ideas sensatas y responsables, ahí están pregonando barbaridades quienes llevan las riendas del poder en nuestro país. Desde el presidente hasta el último de los ideólogos políticos, pasando por ministros, congresistas, partidos, sus medios y comunicadores. Nuevos impuestos, empresas estatales, relajo fiscal y monetario, control de precios, criminalización de las rentas y alguna que otra aberrante idea han sido anunciadas desde que se desatara la pesadilla del COVID-19. Ninguna nueva, por cierto. Todo ese marco de ajustes y reajustes encaminados a producir una utopía celestial en la tierra ya fue probado, aquí y hace no muchos años. Constitucionalizada, además, como para no dejar un prurito de sensatez amenazando por ahí. ¿El resultado? ¡El de siempre! Hiperinflación, descapitalización, pobreza, atraso tecnológico, cultural y sanitario; en fin, el paquete completo. Y no fue en el siglo XIX, para los desmemoriados. No. Hace tan solo 30 años el Perú compartía los sueños y excentricidades socialistas.
Entonces, no es que estos neosocialistas descubrieron la piedra filosofal o recibieron una bendición especial. Nada ni de original ni de generosos. Peor aún: proponen lo que saben no funciona, a sabiendas de los resultados y consecuencias. La pregunta, claro, es: ¿para qué? ¿Por qué? ¿Es que acaso buscan el atraso general del país? ¿Odian a los peruanos? Pues si les preguntan, dirán que no, y escucharemos nuevamente el perenne letargo populista: “Es lo justo”, “es lo moral”, “por dignidad”, “ya aprendimos”, “intentemos”.
¿Para qué? En simple: recabar votos, que es la última demostración de conexión con lo popular. ¿Por qué? Obvio, por el poder. No interesa si ya se comprobaron absurdas, desfasadas, letales en algunos casos; lo que realmente importa es que estas ideas calan en las fibras populares, más aún en crisis, y eso se traduce en votos, y los votos en poder. Y el poder, ya sabemos, lo es todo para la casta política y sus satélites.
Si el Perú es un país de ingresos medios y no altos (como puede ser), que ha reducido la pobreza del 60% al 20%, pero no al 5% (como debe ser), y que compite hoy con países latinoamericanos y no europeos o asiáticos (como merece ser), es porque aún abrazamos algunos remanentes de esas absurdas ideas en nuestro modelo económico.
Un retroceso tardará, por supuesto, décadas en revertirse. Pero para entonces, estos promotores del infierno en la tierra ya no estarán aquí. Serán nuestros hijos y nietos quienes sufran la desgracia implantada.