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Hay formas de mirar al Perú que me parecen atractivas pero insuficientes, y pueden conducirnos por senderos que se bifurcan continuamente sin término. A veces se lo mira desde lejos, con exotismo analítico arriesgado. Will Freeman, en su artículo reciente sobre el Perú, comenta que “muestra cómo las democracias pueden morir sin dictadores” (27/10/25). La frase suena conveniente para un panel en Washington, y hay ecos del trabajo de otros politólogos en el camino, como Ziblatt y Levitsky. Pero es un titular pegajoso más que una explicación. Es muy fácil provocar al respetable denunciando la muerte de la democracia; en la ciencia política contemporánea hay una fascinación por constatar las enfermedades de la democracia que ensayan más respuestas morales que científicas.

Pero la alegoría de describir al Perú regentado por poderes paralelos que destruyen la democracia sin ser dictadores no solo me parece una extravagancia, sino casi un pecado de exotismo. Basta con una visita a nuestras regiones, donde se han implantado los negocios de las economías ilegales, para que se aprecie que el crimen organizado no pierde su dinero en buscar consolidarse como poderes paralelos, sino que aprovecha los vacíos de poder existentes, se regodea más del caos de gobiernos regionales y municipales, los prefiere débiles y enclenques. En un sentido es un poder parasitario, convive con esta debilidad institucional porque le es más conveniente. A los criminales les favorece que el Estado peruano siga en una decrepitud constante. Lo fagocitan parasitariamente.

El problema no es tanto el exceso de poder de estos grupos, sino que no existe poder político que ordene las cosas en una dirección. No hay caudillos, ni señores feudales criollos, hay vacíos de orden; no solo hay opresión de grupos de poder, sino que hay una guerra de todos contra todos, un estado de naturaleza en el sentido más hobbesiano, donde todos hacen la guerra por su lado aprovechando el caos. Por eso, en el Perú un congresista propone que se puedan deducir de los impuestos los pagos por extorsión, porque somos un país que se ha rendido a cualquier intento de ordenar las cosas en determinada dirección.

Freeman acierta en detectar el colapso peruano que muchos han advertido, pero su lectura exótica transforma nuestra crisis en una metáfora de exportación que puede ser incorrecta. En el Perú, ese relato que aparece en portada como una moraleja útil, la culpa sería de esos poderes paralegales, pero poco se habla de las dinámicas internas de la ciudadanía que desde abajo han ido alimentando la crisis (hay una peligrosa cultura política antidemocrática creciendo por años de manera radical en muchas regiones andinas que reclama la refundación del país). El diagnóstico de Freeman puede valer como punto de partida, pero pasa por alto las diferencias territoriales; puede atraer titulares, pero está lejos de sintetizar la complejidad de la crisis peruana.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gonzalo Banda es analista político.

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