Me asomo al vidrio y veo a mi vecina trotar en su cochera alrededor de su auto. Sonrío: yo acabo de subir y bajar las escaleras de mi edificio también en ropa deportiva. Al rato tropiezo en Facebook con un amigo, realizador de cine, dictando clases de panificación. Y justo antes de sentarme a escribir estas líneas, un viejo amigo, escritor, ha tocado mi timbre en bicicleta para dejar un cargamento de vino que mi novia le ha encargado.
Se me ocurre que son buenas noticias para el futuro.
En 1939 James Webb Young publicó en “Técnicas para producir ideas” un análisis de los procesos creativos. La primera vez que lo leí, siendo un veinteañero, comprobé que mi búsqueda de ideas para comunicar seguía ese patrón y con los años, conforme me interesé en otros campos, comprobé que dicho esquema se mantenía. Según Webb Young, son cinco las etapas que abordamos desde que tenemos la voluntad de encontrar una solución creativa hasta que se cierra la idea. La primera fase implica la recolección de información o, mejor dicho, añadirle a la información que ya puebla nuestra mente toda la información concerniente a nuestra nueva obsesión. El segundo paso consiste en relacionar persistentemente ambos flujos de información: todos los contenidos y experiencias que llevamos en la cabeza deben restregarse con esta información nueva, tal como la ropa que ya gira en la lavadora recibe nuevas prendas. Esta es la etapa más agotadora, por supuesto, porque conforma el núcleo de la futura explosión: la creatividad, después de todo, es unir dos cosas conocidas para lograr una original. Por lo tanto, el desánimo aquí está permitido. La tercera fase implica un período de latencia: si al friccionar por un buen tiempo estos flujos de conocimiento no apareciera un atisbo de la idea, hay que descansar. El proceso creativo tiene mucho de inconsciente: inadvertidos soldados batallan en nuestra mente mientras nos damos un tiempo para ver el atardecer. La cuarta etapa del proceso ha sido la más promocionada desde que Arquímedes saliera calato gritando “Eureka” hasta que alguien dibujó la caricatura del foco encendido: se trata del alumbramiento, que no es más que la parte visible de un proceso complejo. Finalmente, la quinta etapa sería una revisión de la idea para cotejarla con los objetivos que nos propusimos. Este circuito es, por supuesto, raramente lineal. A veces he comprobado que las etapas se superponen y que el foco se enciende casi al momento, pero no es genialidad: suele ocurrir con las mentes entrenadas para buscar salidas dentro de flujos contradictorios.
Habiendo explicado esto, lo que encuentro más fascinante de la actual pandemia es cómo la humanidad se encuentra hoy en un descomunal laboratorio creativo. Somos una tempestad de hemisferios cerebrales obligados a pensar lejos de nuestra antigua comodidad, a refregar nuestras viejas ideas contra nuevas realidades –¿será por esto que estamos teniendo sueños más llamativos?–. Cuando el virus remita, no tengo duda de que el saldo será la cosecha de miles de millones de mentes que hoy friccionan su información como nunca lo hicieron.
Las artes, las ciencias y las humanidades tendrán, entonces, su propia epidemia.
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