Ian Vásquez

Vivimos tiempos de intolerancia. Es una realidad hasta en las democracias liberales avanzadas, no acostumbradas a lidiar con las o las políticas extremas.

No solo se trata del auge de una corriente de derecha populista. Ese fenómeno es bien estudiado y comentado. Menos entendido, pero no menos pernicioso y seguramente más insidioso, es la ideología identitaria de cuya influencia ha crecido en años recientes y que, de hecho, tiene sus raíces en los países ricos.

Según el nuevo libro de Yascha Mounk, “La trampa de la identidad” (“The Identity Trap”), ha habido una transformación en el pensamiento de la izquierda progresista que, a su vez, está cambiando las normas y la conducta de las instituciones principales de la sociedad. A Mounk, un profesor de la Universidad Johns Hopkins que se autodenomina de , le preocupa sobremanera que los preceptos principales del progresismo identitario representan “un ataque radical a los antiguos principios que animan a las democracias de todo el mundo”.

La izquierda tradicional siempre se ha preocupado por los grupos marginados. “Ser de izquierdas era insistir en que los seres humanos no se definen por su religión o su color de piel, por su educación o su orientación sexual”, dice Mounk. “Las cosas que compartimos a través de las líneas de identidad son más importantes que las cosas que nos dividen”.

Mounk describe cómo esa aspiración universalista en la izquierda empezó a cambiar en los años 60 y 70 entre algunos pensadores en Europa y Estados Unidos. El posmodernismo de Michel Foucault, por ejemplo, cuestionó afirmaciones acerca de verdades objetivas y valores universales. Para él y otros intelectuales, lo que importa son las relaciones de poder en la sociedad. Cualquier sociedad siempre estará constituida por quienes ejercen el poder a la fuerza sobre otros.

Es así que se dice que conceptos como los de raza o género son “socialmente construidos” para oprimir a ciertos grupos. Aun así, y consciente de su incoherencia, esta nueva izquierda ha animado a la gente a identificarse como miembros de alguna identidad o algunos grupos identitarios.

Esta estrategia política fue acompañada de la teoría crítica de la raza, que cuestionaba al movimiento a favor de los derechos civiles que lideró Martin Luther King Jr. por ser ingenuo, pues consideraba que el racismo es una realidad permanente en la sociedad estadounidense. La visión optimista y “daltónica” de King sería reemplazada por una que pretendía reconocer que las diferentes razas e identidades nunca llegarían a entenderse plenamente los unos a los otros.

Estas corrientes de izquierda crearon un “separatismo progresista” basado en el esencialismo grupal que enfatiza las diferencias irreconciliables entre los grupos identitarios. En la práctica, esta idea significa un rechazo a las reglas neutrales y a los valores universales. La libre expresión, por ejemplo, se vuelve una manera para que los poderosos puedan oprimir a los marginados y, por lo tanto, debe ser regulada.

No se puede tratar a todos los ciudadanos con igualdad si se acepta que las reglas neutrales oprimen. Para producir equidad, las políticas de Estado tienen que discriminar entre grupos de identidad. Mounk presenta numerosos ejemplos. Uno de ellos fue la política federal estadounidense de atender primero a grupos que no eran de la raza blanca durante la pandemia, algo que sin duda costó miles de vidas.

Este progresismo ha transformado a organizaciones tan distintas como los grandes medios, las corporaciones, las fundaciones y demás. Coca-Cola, por ejemplo, entrenó a sus empleados en “intentar ser menos blancos”. Algunas escuelas activamente separan grupos raciales.

Mounk tiene toda la razón cuando dice que esta ideología es contraproducente. El nuevo progresismo está creando una sociedad de “tribus enfrentadas en lugar de compatriotas cooperantes”. En vez de socavar la democracia liberal, debemos apoyarla para que siga promoviendo el progreso entre los individuos y los grupos.

Ian Vásquez Instituto Cato

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