
Juan José Santiváñez no fue censurado por su fracaso acumulado, aunque razones no faltaban. Fue censurado porque la muerte de Paul Flores hizo que ese fracaso fuera imposible de seguir ignorando. Su permanencia en el cargo ya era, en sí misma, una prueba de la incapacidad de este Gobierno. Un ministro del Interior no solo ejecuta políticas públicas; encarna la voluntad del Estado de proteger a sus ciudadanos. Cuando la percepción generalizada es que el país está en manos de la delincuencia, la gestión de su sector deja de ser un debate técnico y se convierte en un símbolo de ausencia de autoridad. A Santiváñez lo sacaron (y ojalá el cambio de ministro signifique algo más que un simple relevo), pero aún nos mantenemos con un gobierno que no sabe, no quiere o no puede asumir su deber.
Gobernar no es solo administrar recursos, implementar políticas o gestionar crisis, sino comprender la naturaleza del poder y ejercerlo con propósito. Y este gobierno no lo entiende. En su lógica, el poder se reduce a la capacidad de resistir. Como si gobernar fuera aguantar. Como si sostener ministros inoperantes en sus cargos fuera un triunfo. Como si la autoridad se midiera en la cantidad de días que logran postergar decisiones que, tarde o temprano, deben tomarse.
Un líder honorable está obsesionado con su deber. Lo busca, lo cuestiona, lo redefine. Aquí no hay tal cosa. El problema nunca fue solo Santiváñez, sino lo que su permanencia representaba: un gobierno incapaz de ejercer su responsabilidad más básica: que la población sienta que se está –en efecto– gobernando. Porque gobernar no es solo ocupar un cargo, sino saber para qué (y para quién) se ejerce.
La censura no marca un punto de inflexión, solo confirma un patrón. Dina Boluarte y su círculo más cercano no toma decisiones; esperan que alguien más las tome por ellos. No corrigen rumbos, solo prolongan lo inevitable. No conducen el país, lo sobrellevan. No hay estrategia, solo inercia.
Y, sin embargo, siguen ahí. Porque a veces el poder no se ejerce con decisiones, sino con omisiones. En un sistema político fragmentado, tomar decisiones implica riesgos, y este gobierno ha optado por la estrategia más cómoda: no hacer nada. Pero lo que no han entendido es que la paciencia ciudadana no es infinita.
Tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero la factura política llegará. Porque en política, la legitimidad no se mide solo en capacidad de sobrevivencia, sino en la percepción de que el poder tiene sentido. Y este gobierno hace tiempo que dejó de tenerlo.

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