En las últimas semanas, comenté sobre cómo la polarización entre sectores de nuestras élites de derecha e izquierda ha conducido a discursos “paranoicos”, mediante los que los adversarios son percibidos como enemigos, con lo que el diálogo y la convivencia democrática resultan imposibles. En la derecha, posturas pro mercado en lo económico y liberales en lo valorativo han sido desplazadas relativamente por otras de corte más populista y conservador, que manejan discursos según los cuales intereses extranjeros y locales buscarían imponer agendas que atentan contra nuestra soberanía, a través del control de instituciones claves. En la izquierda, posturas socialdemócratas han sido desplazadas por otras más dogmáticas, conservadoras y antisistema, que no asumen del todo las reglas de la democracia liberal, que la consideran una estación de tránsito, siendo el objetivo final el establecimiento de un régimen revolucionario.
Para esa derecha extrema, el sistema político e institucional, tanto global como nacional, estaría controlado por viejas fuerzas de izquierda ‘aggiornadas’ bajo nuevas banderas que se impondrían no de manera legítima, a través de la competencia electoral, sino a través de la influencia de organizaciones globales, una academia politizada e instituciones como las ONG. Se ha creado una narrativa según la cual ese sector habría manejado el poder en los últimos 25 años, por lo que correspondería expulsarlos de sus espacios de influencia, obtenidos de maneras subalternas. En esto, además, la extrema derecha se encuentra con la extrema izquierda, que también considera que un sector de la izquierda moderada habría compartido el poder con la derecha neoliberal, traicionando los principios revolucionarios, con lo que correspondería acabar con esa influencia. Es la convergencia en torno del llamado ‘caviarismo’. Desde esta lógica se entiende parte de la actuación de la actual mayoría congresal y su ofensiva en contra de la autonomía institucional de otros poderes y entidades o, más bien, su justificación. Para esa izquierda extrema, dentro de las reglas del capitalismo en general, y del neoliberalismo en particular, no habría posibilidades de mejoras de la situación de los sectores populares, el Estado estaría controlado invariablemente por los grandes grupos de poder económico y las reformas que habrían ocurrido en los últimos años serían siempre parciales, reversibles y poco significativas, por lo que no habría que defenderlas y lo que correspondería sería buscar alguna forma de ruptura para construir alguna forma alternativa de régimen. Así, cualquier lógica de reforma o preocupación por la gestión o la política pública sería poco relevante.
Llegamos así a una situación en la que desde sectores de derecha habría que distanciarse o romper con el sistema interamericano de derechos humanos, desligarse de acuerdos en materia ambiental, alejarse de agendas que busquen avances en materia de equidad de género o de respeto a las diversidades sexuales. Y, en lo local, terminar con la influencia, dentro del Estado, de sectores “infiltrados” que controlarían ámbitos como la educación, la justicia, la cultura, las universidades, entre otros. Y desde algunos sectores de izquierda lo que correspondería sería acabar con el neoliberalismo, la economía de mercado, e imponer desde el Estado políticas redistributivas.
En el fondo, este tipo de lógicas abusa de razonamientos conspirativos, niega en el fondo el pluralismo, la libre expresión y la competencia de ideas y posturas políticas, todos principios esenciales de una democracia.