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La vieja fiebre
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La fiebre del Potomac, el más importante de los ríos que pasan por Washington, existe. Es un mal que ataca a los caballos que beben de sus aguas, ocasionalmente infectadas por cierta bacteria de nombre impronunciable. La expresión, sin embargo, se usa también en Estados Unidos para aludir a otro tipo de calentura. Una que afecta a los políticos que, al contacto con el poder que adquieren al llegar al Capitolio o la Casa Blanca (edificios ambos ubicados en Washington), pierden de pronto la perspectiva del encargo que han recibido y concluyen que es indispensable engrandecer su rol en la historia. Asegurarse, en buena cuenta, una popularidad que les permita permanecer en la encumbrada posición que ocupan o volver a ella si las reglas de la democracia le exigen un alejamiento temporal. Un propósito que, irónicamente, persiguen a base de despropósitos.

Pues bien, sucede que aquí en el Perú tenemos una versión criolla de lo mismo. Una fiebre, digamos, del Rímac, que, como se sabe, corre rumoroso cerca de Palacio de Gobierno y a no mucha distancia del Congreso. No hay presidente, efectivamente, que, al ceñirse la banda embrujada, deje de sentir que siempre estuvo destinado a ello, ni congresista que, al acomodarse por primera vez en su curul, se libre de la impresión de que esta le queda chica y empiece a soñar con mudarse pronto a la Casa de Pizarro. Así las cosas, cuando a uno de ellos se le cumple bruscamente el sueño, la pregunta no es si habrá de incurrir en algún momento en actos o discursos de desatino, sino cuánto se demorará en hacerlo. Y al presidente José Jerí, que había sorprendido a más de uno con unos primeros gestos cargados de decisión y energía, esa hora parecería haberle llegado.
–Discretas hazañas–
Es cierto que, después de Castillo y Boluarte, casi cualquiera que hubiese cogido las riendas del gobierno habría lucido como una reencarnación del rey Salomón. En materia de imagen, por ejemplo, con la remangada de camisa y su disposición a conversar con la prensa, Jerí ya había obtenido una ventaja considerable frente a ellos. Pero la verdad es que hizo algunas cosas más. Despachó al inefable presidente del directorio de Petro-Perú, Alejandro Narváez, y a su carnal, el gerente general Óscar Vera. Invitó, por fin, al hombre de inteligencia cubana que posaba como embajador en nuestro país, Carlos Zamora, a irse para La Habana y no volver más. Metió la determinación de si darle o no el salvoconducto a la ‘hostess’ del golpe de Castillo, Betssy Chávez, a la congeladora. E hizo saber que el Ejecutivo estaba dispuesto cuestionar la constitucionalidad de algunas de las medidas más atentatorias contra el equilibrio fiscal aprobadas por el Parlamento. El hombre, se diría, estaba en una seguidilla de discretas hazañas… Hasta que una encuesta reveló que tenía un 45% de aprobación a nivel nacional y la vieja fiebre hizo presa de él. Por eso, ahora lo vemos anunciando una gira por las regiones, evocando a la señora Boluarte con quejas sobre “un sector minúsculo” que “critica cualquier acción u omisión” de su gobierno, aseverando que no va a interferir “ni a favor ni en contra” de los esfuerzos de la policía por encontrar a los prófugos de la justicia, y prometiendo relanzar las Zonas Económicas Especiales y elaborar una nueva ley de industrias, justo después de haber cosechado aplausos en CADE, un evento que alguien bautizó alguna vez como “el Woodstock de los mercantilistas”. Ante este cuadro inquietante, solo queda la esperanza de que la prolongada ausencia del premier Álvarez de la escena pública responda a una denodada búsqueda de recetas de caspiroleta.

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