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Lecciones para un apocalipsis en cámara lenta
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“El fin del mundo ya ha durado mucho. Y todo ha empeorado, pero no se acaba”, nos lo recordó José Emilio Pacheco, uno de los intelectuales más lúcidos que ha producido México. La extraordinaria obra de Pacheco expresa la frustración de una generación que se sintió traicionada ante el fracaso de la Revolución Mexicana. Fue a partir de una decepción, envuelta en nostalgia, pero, también, derivada de la constatación de lo absurdo de la condición humana, que el autor de “Las batallas en el desierto” exploró temas de corte universal. Entre ellos, el paso del tiempo, el amor, la belleza, la vida y la muerte, con el objetivo de denunciar el desastre, pero también de vislumbrar lo mágico en lo cotidiano. Por otro lado, Pacheco puede ser considerado un adalid de las nuevas ficciones apocalípticas en las cuales se propone que el fin del mundo no significa extinción, sino una caída permanente en un abismo eterno.
En “Los apocalipsis de ahora”, Luis Reséndiz señala que en las nuevas ficciones apocalípticas se subraya un asunto clave, el colapso social que da paso a una organización donde la militarización es inevitable. Ciertamente, en las narrativas utópicas, siendo la orwelliana la más representativa, se alerta sobre la obsesión contemporánea por un orden, impuesto mediante el uso de las armas. Así, el fin del mundo no es el de la humanidad, sino el principio de una nueva “civilización” donde el tema decisivo es la sobrevivencia. Y para que ello ocurra es necesario obviar toda regla de convivencia civilizada. Lo cierto es que en la variedad de relatos de ciencia ficción que inundan las librerías, el pretexto para lidiar con un presente aterrador parte de un futuro distópico imaginado. Sin embargo, qué tal si nosotros hacemos el ejercicio opuesto, a partir de una historia tan surrealista como la peruana. Un viaje al pasado puede ayudarnos a obtener algunas claves que nos permitan desentrañar un presente marcado por el crimen organizado, la rapacidad masificada, las cirugías estéticas negadas, en todos los tonos por la señora Boluarte, y qué decir de su reciente incremento de sueldo en medio del incendio. Porque la tarea que tenemos por delante consiste en explicar los orígenes de este “halo a la deriva”, cuyo aterrador jingle es “a robar, a robar que el mundo se va a acabar”.
¿Existe en nuestro ADN histórico una suerte de vacuna para sortear un estado de naufragio permanente, donde la vesania vivida en las calles peruanas se va volviendo escalofriante regla y no sorprendente excepción? Toda transformación requiere como condición previa “el fin del mundo”, entendido, de acuerdo con Carl Jung, como “el colapso de una filosofía de vida”. Y como no hay cambio sin despedidas, es necesario decidir qué llevaremos consigo y qué dejaremos de lado en esta brumosa etapa que ocurre de cara a la implosión de un Estado vetusto. ¿Qué dejar atrás? El caudillismo militar, que fue el que finalmente impuso la idea del Estado como botín, el cual, junto con la prebenda, se convirtió en un mecanismo, tanto de estabilidad política como de movilidad social acelerada, para los miles de soldados desmovilizados, heredados de una guerra transnacional. El discurso moralista de los buenos versus los malos, que valida todo incluso hasta la llegada de una nueva oleada de hordas depredadoras, con el pretexto de “salvar al Perú” de sus antiguos dominadores. La obsesión patológica con el poder que nubla las mentes y congela los corazones de los que nos han venido gobernando, sin ningún respeto por la dignidad del Perú. El oportunismo de los que se arriman al Estado, ello incluye a las élites económicas, para lucrar sin pensar en las consecuencias de sus egoístas decisiones. La violencia de una cultura política que nació en la guerra y de ahí la implacable destrucción del otro enemigo. ¿Con qué nos quedamos? Con un puñado de palabras –libertad, justicia, bien común, igualdad o felicidad– heredadas de nuestros brillantes ilustrados. Con una memoria forjada en las luces y las sombras de una historia extraordinaria, pero principalmente con el amor incondicional, esto es a prueba de todo como el del gran Joselo García Belaunde, por la tierra que nos vio nacer.
A la memoria de José Antonio García Belaunde, amigo entrañable, patriota notable y el más brillante canciller del Perú.

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