Entender la política es difícil porque esta se mueve en la intersección de dos ámbitos contradictorios. De un lado, la política es voluntad: quien hace política es porque aspira a lograr cosas difíciles y desafiar la ley de las probabilidades. Ya decía Max Weber que “en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”. Pero al mismo tiempo, como decía Marx, “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos”. Así, la voluntad cuenta, pero también la historia, la cultura, las estructuras económicas y sociales, y las instituciones. Estas no determinan desenlaces específicos, sí definen probabilidades mayores o menores. De otro lado, se suele pasar por alto que la causalidad puede también invertirse, de modo que la política en ocasiones logra ser capaz de redefinir el curso mismo de la historia y crear nuevas estructuras. Esto, que es válido en general para cualquier lugar y tiempo, por supuesto, adquiere particularidades y matices en países y momentos específicos.
En nuestro país el desafío analítico es particularmente complicado. De un lado, resulta evidente la importancia de la historia y de las estructuras económicas y sociales: la desigualdad, la heterogeneidad, la fragmentación son elocuentes, así como la existencia de profundas fracturas de clase, región, etnicidad y otras de larga data, que marcan barreras aparentemente insuperables. Al mismo tiempo, las contradicciones e inestabilidad que genera esa misma estructura abren espacio para que se produzcan grandes transformaciones de esa misma estructura “desde arriba”: en los últimos años, el velasquismo y el fujimorismo desencadenaron cada uno una suerte de revolución en lo social, producto de proyectos políticos gestados por pequeñas “cúpulas” e impensables sin la intervención de sus liderazgos.
En los últimos años, tenemos que sumarle el hecho de que la pulverización de la representación política y la extendida desconfianza ciudadana con la totalidad de la oferta política hace que los resultados de cada elección resulten altamente imprevisibles. En los últimos años, la única constante relativa es la de una Lima y una costa norte más conservadoras, y una sierra sur más contestataria; pero esas preferencias son extremadamente volátiles y pueden expresarse a través de una gran variedad de candidatos. Y digo relativa porque esa “constante” puede romperse, como cuando Toledo logró una votación muy pareja en todo el territorio en el 2001, cuando Villarán derrotó a Flores en el 2010 en Lima, o cuando el sur andino votó por Kuczynski en la segunda vuelta del 2016. Respecto a esto último, no olvidemos que el “clivaje” fujimorismo–antifujimorismo, de naturaleza esencialmente política, ha sido y sigue siendo fundamental para entender la dinámica del país en los últimos treinta años.
Por todas estas razones, es un error pensar que el resultado de las elecciones recientes “debió verse venir” como si hubiera estado definido de antemano. La realidad es que esta elección tuvo tres grandes disputas, al centro, a la izquierda y a la derecha, que solo se definieron al final. Conforme pasaron las semanas vimos el lento debilitamiento del centro (seguramente afectado por el descrédito del expresidente Vizcarra y la ineficacia en el manejo de la pandemia del presidente Sagasti); una disputa muy cerrada en la derecha, en la que Fujimori se terminó beneficiando de groseros errores en las campañas de López Aliaga y De Soto; y un voto por Castillo que recién apareció en las últimas semanas, solo después de la caída de Lescano, de diversos errores en la campaña de Mendoza, y que tuvo la suerte de alcanzar su mejor “momento” precisamente en la semana de la elección. En medio de una alta fragmentación y volatilidad, pequeños cambios de última hora definieron el desenlace.
En suma, la cultura política de las regiones, las características de la oferta política, los aciertos y errores de las campañas, y, por qué no, la veleidosa fortuna, son las que terminan explicando los resultados.
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