
Escucha la noticia
Barbadillo Resort
Resumen generado por Inteligencia Artificial
Accede a esta función exclusiva
Resume las noticias y mantente informado sin interrupciones.
En ningún país del mundo un exmandatario sueña con retirarse a un lugar llamado Barbadillo Resort. Pero el Perú, ese laboratorio político donde la realidad compite con la ficción para ver cuál sorprende más, convirtió a un penal de máxima seguridad en el club de estadía prolongada de expresidentes ‘todopoderosos’ que un día dominaron la escena pública.
Barbadillo, ese recinto escondido en Ate que se ha vuelto meme, metáfora y síntoma, es hoy el hotel involuntario y accidental de nuestra política. Una suerte de Airbnb judicial donde los ‘check-in’ están asegurados, pero los ‘check-out’ dependen de fiscales, jueces y, sobre todo, de los expedientes que se acumulan como si fueran millas de viajero frecuente.
El Perú ostenta un récord continental difícil de igualar: cuatro expresidentes procesados o encarcelados en simultáneo, y varios otros haciendo cola para entrar a la zona VIP del que se ha vuelto el complejo penitenciario más citado del país.
Barbadillo no es un penal. Es un símbolo. Una radiografía de cómo convertimos el poder en un atajo, el Estado en botín y la política en un ejercicio de impunidad que, por fin, empieza a romperse.
En el Barbadillo Resort, las categorías de habitación no dependen del lujo, sino del Código Penal:
Suite presidencial 1: Alejandro Toledo, condenado por colusión y lavado de activos, por el Caso Interoceánica Sur.
Suite presidencial 2: Ollanta Humala, sentenciado por corrupción y lavado de activos.
Suite presidencial 3: Pedro Castillo, sentenciado por conspiración para la rebelión.
Suite presidencial 4: Martín Vizcarra, sentenciado por cohecho pasivo propio en los casos Lomas de Ilo y Hospital de Moquegua.
Mientras tanto, PPK sigue en el limbo procesal y Dina Boluarte, aunque sin habitación adjudicada, camina siempre con el equipaje listo por si acaso. Barbadillo es el espejo más brutal que tenemos como país. Es la prueba de que algo está profundamente roto en nuestras élites políticas, en el sistema de partidos, en la cultura institucional y en el ejercicio del poder. Pero también es un recordatorio poderoso de algo: En el Perú, la justicia –aunque tarde– llega. Y llega alto. Tan alto que alcanza incluso a quienes, por décadas, creyeron que el Estado era una extensión de sus intereses.
Tal vez algún día el Barbadillo Resort vuelva a ser solo un penal y no un ícono político nacional. Tal vez llegue el momento en que dejemos de normalizar la caída de cada gobierno y su posterior desfile judicial. Pero, por ahora, Barbadillo no es solo un lugar. Es una advertencia. Un capítulo abierto de nuestra historia republicana. Una señal de que el poder en el Perú no solo desgasta: también factura, cobra y pasa la cuenta.
La cárcel de un expresidente puede cerrar un capítulo, pero la institucionalidad –la reforma profunda, sostenida y de largo aliento– es la única que puede evitar que ese capítulo se repita una y otra vez. Barbadillo no debe ser un símbolo permanente del país que somos, sino un recordatorio del país que no podemos seguir siendo.

:quality(75)/s3.amazonaws.com/arc-authors/elcomercio/3f5910d8-40cc-4566-b123-8210d993b6dd.png)









