Augusto Townsend Klinge

Cuando queremos explicarles a los niños la importancia de no mentir, recurrimos al relato de Pedro y el lobo, adaptado de una fábula de Esopo. El protagonista, recordarán, era un niño que disfrutaba tomándole el pelo a los aldeanos, haciéndoles creer que venía un lobo a atacarlos, cuando era mentira. Ya sabemos cómo termina esta historia: el lobo finalmente aparece en escena y, cuando el niño grita desesperado para que lo ayuden, ya nadie le cree y termina en las fauces del cánido.

La moraleja que se extrae tradicionalmente de esta fábula es que no es bueno mentir, porque, si uno construye para sí una reputación de embustero, no podrá convencer a nadie de que dice la verdad incluso cuando esto sea un asunto de vida o muerte.

Pero en la época en la que nos ha tocado vivir, de posverdades y sobrecarga de información, hay otra lección importante que podemos sacar de esta misma historia. Digamos que, a fuerza de repetir una y otra vez la broma, los aldeanos empezaron a perder gradualmente el miedo que les evocaba instintivamente la palabra ‘lobo’. Cuando el animal finalmente apareció, los aldeanos ya no lo vieron como una amenaza inminente, sino como un perrito inofensivo, y sufrieron las consecuencias de tamaño error de cálculo.

Mucha gente en el Perú ha sido incapaz de aprender esta lección en lo que se refiere, por ejemplo, al terrorismo. Esta es una etiqueta que debiera propiciar siempre una reacción de profundo temor y disgusto, por la atrocidad inherente a lo que describe. Pero, si empezamos a utilizarla sin rigor para calificar cosas que evidentemente escapan de sus contornos, banalizamos el término y este pierde el poder que sí necesitamos que tenga.

El efecto secundario de esto, siguiendo la reflexión que hacíamos sobre Pedro y el lobo, es que la gente se insensibiliza ante el fenómeno y pierde la capacidad de identificarlo cuando sí lo tiene enfrente. De ahí que hayamos tenido, en el pasado reciente, personajes en la política vinculados con movimientos subversivos y que un sector de la población haya creído que la preocupación generada por ello era “exagerada”.

Siento que estamos viendo algo parecido hoy en Estados Unidos, pero con otras etiquetas que también deberían evocar profundo rechazo, como ‘nazismo’ o ‘fascismo’. Quizás alguno esté familiarizado con la “ley de Goodwin”, que afirma que “a medida que una discusión en Internet se prolonga, la probabilidad de que alguien haga una comparación con los nazis o con Hitler se acerca a uno”.

Esta es una forma de decir, matalascallando, que cuando alguien está perdiendo una discusión, se va a ver tentado a recurrir al argumento de la comparación con Hitler, como si esa fuera una manera de ganar automáticamente el debate. Más bien, tiende a ser una forma de banalizar las atrocidades del nazismo y tiene como efecto secundario que, cuando sí aparezcan apologistas de algún aspecto de aquel, mucha gente sea incapaz de identificarlos, aunque los tenga enfrente.

Hay, por supuesto, enormes distancias entre los EE.UU. del presente y, por ejemplo, la Italia de Mussolini. Pero en estos primeros días del gobierno de Donald Trump estamos viendo, por ejemplo, una defensa cerrada de un nativismo racialmente selectivo que, hay que decirlo, tiene reverberaciones fascistas. Porque una cosa es exigir orden –una postura conservadora perfectamente defendible– y otra muy diferente es quitarles derechos, empezar a caracterizar como “basura” y proponer que haya prisiones especiales para aquellos a quienes se quiere hacer ver como “el enemigo”.

Por más exageraciones que se hayan cometido en el pasado, no hay cómo minimizar el peligro que entraña transitar de una exigencia de orden e imperio de la ley a un escenario en el que la ley sea sometida a los antojos populistas y las arbitrariedades del gobernante de turno.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

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