La Comisión de Justicia del Congreso aprobó esta semana un dictamen para regular la unión civil para parejas del mismo sexo y ha retornado con ello un debate que típicamente enfrenta a conservadores de un lado, con progresistas y liberales del otro, y que bien vale la pena tener.
Desde el frente conservador, se argumenta que el matrimonio es una institución religiosa y que debe bloquearse cualquier intento de convertirla en algo que contravenga los cánones que la originaron (es decir, santificar la unión entre un hombre y una mujer). El que se haya propuesto la unión civil antes que el matrimonio igualitario busca justamente eludir esta objeción, pero esto igual genera rechazo entre quienes invocan el argumento (o la falacia) de la “pendiente resbaladiza”; vale decir, que aprobar ahora la unión civil indefectiblemente llevará a que luego se apruebe el matrimonio igualitario.
En la posición conservadora, que es por cierto legítima y defendible, encuentro sin embargo un defecto fundamental. Esta suele partir, como les digo, del convencimiento de que el matrimonio es una institución de origen religioso, cuando la historia muestra otra cosa. En el libro “On Marriage” (“Historia del matrimonio”), la historiadora Stephanie Coontz explica que su naturaleza primigenia fue la de un contrato patrimonial. Curiosamente, la asociación del matrimonio con el amor es una idea reciente, del siglo XIX.
Por lo mismo, la finalidad del matrimonio tampoco fue ni podría ser exclusivamente la de fomentar la reproducción de la especie. Eso nos llevaría a despreciar o desconocer los derechos de quienes aspiran a hacer vida en pareja, pero que no pueden o no quieren tener hijos. Detrás de este argumento está la idea de que todo aquello distinto de la heterosexualidad es, de alguna manera, “antinatural”. Pero la homosexualidad se ha documentado en cerca de 1.500 especies animales, incluida la humana, de modo que ese argumento supuestamente científico no es tal, por más que mucha gente lo asuma como “de sentido común”.
Lo que yo rescato de la posición conservadora es la defensa de la familia como unidad fundamental para el bienestar de la sociedad. Mi discrepancia está en que no veo razones para tener un concepto restrictivo de familia. Al contrario, en la medida en que sea una institución civil inclusiva antes que excluyente, cumple mejor ese rol.
Estoy tratando, como verán, de confrontar respetuosamente los argumentos del lado del debate con el que discrepo, siendo consciente de que, en el Perú, la posición conservadora sigue siendo mayoritaria. Pero los argumentos en favor no solo de la unión civil sino del matrimonio igualitario tienen, en mi opinión, mayor peso. Si bien discrepan en muchas otras cosas (como el tamaño del Estado y los niveles de intervención en la economía), en este debate liberales y progresistas tienden a coincidir, porque se alinea la defensa de la libertad que profesan los primeros (me incluyo) con la defensa de la igualdad que promueven los segundos. El argumento liberal “cada quien debe poder casarse con quien quiera” y el argumento igualitarista “no debe discriminarse por razones de orientación sexual a quienes quieran casarse” son dos caras de una misma moneda.
La condición de ciudadano en un país democrático es independiente de sus creencias religiosas o ausencia de estas. En un Estado laico, lo que regula el derecho y, por lo tanto, aplica para todos sus ciudadanos, no puede estar basado en la apelación a una autoridad religiosa que solo reconoce un porcentaje de la población, por más mayoritario que sea. No existe, a mi criterio, razón suficiente para restringir por razones de orientación sexual la libertad de contraer matrimonio, vulnerando el principio de igualdad ante la ley.
Por ello, mi posición personal es a favor no solo de la regulación de la unión civil, sino del reconocimiento pleno del matrimonio igualitario. Bienvenido el debate.